Juan José Bartolomé, sdb
Las palabras de Jesús, que el evangelio de hoy nos ha recordado, fueron pronunciadas la última noche que Jesús pasó con sus discípulos. Estos no las pudieron olvidar tan fácilmente: fueron para ellos el testamento de su Maestro.
Jesús se despidió de ellos con una serie de recomendaciones, con las que quiso prepararles para el tiempo de su ausencia. Estas palabras hoy, cuando percibimos la falta de Dios en nuestro mundo, nos tienen que impulsar para ser discípulos fieles al Maestro, y para creer en Dios, aunque parece que se nos esconde.
Seguimiento:
23. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
24. El que no me ama, no guardará mis palabras. Y la palabra que están oyendo, no es mía, sino del Padre que me envió.
25. Les he hablado de esto ahora que estoy a su lado,
26. pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien les enseñe todo y les vaya recordando todo lo que les he dicho.
27. La paz les dejo, mi paz les doy; no se las doy yo como la da el mundo. Que no tiemble su corazón ni se acobarde.
28. Me han oído decir: "Me voy y vuelvo a su lado." Si me amaran, se alegrarían de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo.
29. Se los he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigan creyendo.»
I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice
Las palabras de Jesús son respuesta directa a la pregunta de Judas de por qué se iba a revelar sólo a los suyos y no al mundo entero (Jn 14,22); si se diera a conocer públicamente el Mesías esperado, sembraría el miedo entre los enemigos del pueblo y alegría entre sus fieles (Hch 1,6).
Jesús insiste y responde de manera indirecta en el amor obediente: el que ama guarda sus palabras (Jn 14,23), quien no ama, no las conserva (Jn 14,24). El da a conocer lo que va a suceder, se revela y dice que ésta revelación dependerá de la obediencia a su Palabra. Si la revelación es posible cuando encuentra obediencia, quien no la reciba, es descubierto como desobediente.
Aquí se añade a la fe su operatividad, que la distingue de un simple sentimiento puramente interior, que se queda dentro de la persona religiosa, de manera subjetiva. Sólo quien obedece la Palabra gozará de la presencia del Padre y del Hijo (Jn 14,23).
No serán los prodigios esperados, sino la fidelidad a la voluntad de Jesús lo que asegura el reconocimiento de la presencia divina entre los suyos.
Jesús promete, antes de acabar su misión en este mundo la venida del Paráclito. Enviado del Padre, llamado ahora Espíritu Santo, tendrá como misión mantener la enseñanza y el recuerdo de Jesús dentro de la comunidad (Jn 14,26).La presencia del Espíritu entre ellos hará que ella sea escuela de Dios (Is 54,13; Jr 31,3-34) y lugar de la memoria de Jesús.
La Nueva Alianza sigue siendo ley interiorizada, pero la ley es la revelada por Jesús. El Paráclito tiene el mismo origen, el Padre, y la misma tarea, las palabras del Hijo, que son palabras del Padre (Jn 14,10.24): es la misma revelación para ser recordada por un nuevo Maestro, el Espíritu, que como Jesús, procede del Padre y es enviado en su nombre, para ser su representante.
El contenido de su revelación será siempre lo que Jesús hizo y dijo, su evangelio; y de esta forma, la labor rememorativa del Espíritu no es mera reconstrucción de lo dicho ni repetición de lo enseñado por Jesús, sino presencialización por el recuerdo y eficacia por la enseñanza.
La comunidad en la que el Espíritu sea don, tendrá como tarea vivir enseñando y recordando al gran Ausente, Jesús de Nazaret, y de esta forma, sentir su presencia efectiva y eficaz.
El autor cierra este primer bloque de discursos de Jesús, con unas palabras de despedida, que eran habitualmente un deseo de paz. Pero esta paz, que en un primer momento era expresión de comunión de vida con el Dios Aliado, dicha plena; ésta pasó a ser la manifestación de la salvación escatológica, dicha asegurada (Is 9,6; Zac 9,10; Ez 34,25); no es en boca de Jesús mero buen deseo e invocación (Nm 6,24-26), sino que es don real, donación definitiva que separa del mundo a quien la recibe (14,27; 20,19.21).
La paz de Jesús es don que se hereda (Jn 14,27); no sigue, pues, la lógica de la paz del mundo, donde es fruto de conquista o convención. Precisamente por ello, no deben temer los discípulos (14,27). Que no pueda asegurársela el mundo significa que tampoco puede ponérsela en peligro; podrán vivir sin el Resucitado, pero no sin su paz.
Quien despide a los suyos que deja en situación aún hostil, los deja llenos de paz y sin miedos. Quien ama a Jesús, sabe que Él vuelve al Padre, a su origen y a su gloria, para llevar a plenitud su misión. El amante goza de que el amado regrese a su lugar de origen, al Padre (Jn 14,28).
II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a nuestra vida
Los discípulos que oyeron estas palabras fueron comprendiendo que Jesús iba a dejarlos, Él les dijo que no los abandonaría en el mundo. Les prometió regresar Él y el Padre para quedarse con quien haya sido fiel a su Palabra y sabiéndose amado por los dos. Les prometió también, para el tiempo en el que estaría ausente, la asistencia de su propio Espíritu: no es huérfano, quien tiene el aliento y la fuerza de su benefactor como herencia.
Aunque sin el consuelo de la presencia física de Jesús, el discípulo no se siente solo: Jesús predijo su ausencia y la preparó con una doble promesa; Les dijo que volvería a ellos y que les daría su Espíritu.
Si vivimos hoy el tiempo de la espera del Señor, no hay tiempo para quejarnos de su ausencia. Contamos con su Espíritu y con la promesa de su amor. Es un reto para nosotros soportar su ausencia sin desesperarnos, confiando en su regreso; también es una tarea por cumplir dejar que el Espíritu de Cristo sea ‘el Señor de nuestras vidas’.
La primera consigna que deja Jesús a los suyos es que hagan cuanto les dejo dicho quienes le amen. En lugar de quejarse por la ausencia de su Señor, el discípulo tiene que hacer presente su querer y hacerlo realidad. Cuando no pueda ya verle, podrá recordar sus palabras; no le será posible convivir con Él, pero podrá seguir haciendo su voluntad.
Jesús quiere que los suyos le quieran, aunque no le vean en persona; manda que le tengan presente, aun cuando Él esté ausente.
El amor que pide Jesús de los discípulos, el que espera de nosotros, es la práctica de su querer: obras son amores… Dios Padre se hace presente en quienes cumplen su voluntad. Jesús espera de los discípulos que ha dejado en este mundo lo mismo que nosotros esperamos en nuestras relaciones interpersonales; no nos contentamos con meras palabras de quien nos ama, esperamos que nos muestre su amor; y demuestra su amor a quien cumple no ya con nuestras órdenes sino, sobre todo, con nuestros deseos. Jesús; como cualquiera de nosotros, desea un verdadero amor, un amor auténticamente humano, que supere la prueba de las obras: ‘quien me ama, cumplirá mis mandamientos’.
Nos ilusionamos a menudo con mantener una buena relación con Dios, sólo porque rezamos bien o porque tenemos buenos sentimientos, porque alimentamos deseos buenos o porque le prometemos un cambio de conducta que nunca llega. Todo ello, a pesar de nuestra innegable buena voluntad, no nos hace ser amados por Dios. Y es que si no hacemos lo que Él espera de nosotros, no nos sentiremos amados por Él ni sentiremos su ternura.
No quien dice 'Señor, Señor', sino quien hace su querer, se sentirá querido por Dios. No es muy usual que entre los cristianos haya quien tenga la voluntad de Dios como motivo de su vida.
Dios no tiene su morada ya entre nosotros, porque no encuentra discípulos que le quieran ni que hagan su voluntad. Se está dando ese gran vacío de Él en nuestro mundo, del que tanto nos quejamos; nos estamos quedando solos. No hay que enfadarse con Dios, cuando no lo encontramos entre nosotros; habrá que tomar más en serio lo que nos dijo: “El que me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”
Quien descuida la voluntad de Dios, se siente por Él descuidado. Jesús no nos dejó sólo exigencias que cumplir. Nos prometió su Espíritu: esa fuerza divina que Él tuvo durante su vida, que le mantuvo recorriendo tantos pueblos, para proclamar el amor de Dios. No pudiéndose quedar con nosotros, pues marchó al Padre, para prepararnos una morada, nos ha prometido dejarnos su mismo Espíritu, su aliento y su valor, su entusiasmo y su entendimiento. Si no le tenemos a Él en persona, al menos tenemos lo mejor que Él tuvo: ‘Él se fue pero no nos abandonó’.
No se entiende por qué los cristianos vivimos nuestra fe apesadumbrados; ¿creemos realmente la promesa de Jesús? Si tenemos confianza en Él, tendremos que recuperar nuestro entusiasmo: su Espíritu nos pertenece. Su aliento, aliento de Dios que creó el mundo, alentará nuestros esfuerzos de fidelidad, nos ayudará a entender lo que no podemos entender, nos recordará cuanto Él nos dijo, nos hará sentirle más cercano a nuestras preocupaciones y dificultades. Quien se propone cumplir con las exigencias de Jesús, cueste lo que cueste, en nuestro mundo, contará con su Espíritu, como abogado, tutor, defensor, amigo íntimo y fuerza interior.
Jesús no nos dejó solos. Además de darnos su Espíritu, nos dejó su paz. Estamos asistiendo, sin poderlo remediar, a este espectáculo lamentable que tan bien caracteriza nuestra situación social hoy: la paz está en boca de todos, pero no conseguimos que esté en todos los corazones, ni siquiera en el nuestro.
Y nosotros, cristianos, que sabemos poder contar con la paz de Jesús, la única que pacífica al hombre desde su interior, al pacificar sus deseos de posesión, al colmar sus anhelos de supervivencia, al refrenar su afán de supremacía, nos escondemos temerosos de nuestros contemporáneos: cuanto estamos viendo en nuestro mundo - ¿o es que ya nos hemos acostumbrado al pecado de Caín, el homicidio, el odio? -, debería armarnos de ilusión y descubrirnos tareas nuevas, compromisos por hacer. Mientras la paz no sea realidad, no habremos cumplido el mandato que Cristo nos dejó cuando se apartó de nosotros; hasta que no haya paz, algo tenemos que hacer los que creemos que Cristo nos la ha dejado como patrimonio.
No tiemble su corazón ni se acobarde, dijo Jesús a los suyos; les dejó su paz, cuando los dejó en el mundo; conservarla significa, para todos guardar su herencia, obedecer al Espíritu.
Estamos llamados a ser hombres de paz, pacíficos y pacificadores; sólo así superaremos nuestros miedos y la cobardía; la soledad que padecemos, y ese sentimiento de insignificancia con el que vivimos, los venceremos cuando nos pongamos a gozar de la paz que Cristo nos dio.
III. ORAMOS nuestra vida desde este texto
Padre Bueno, gracias porque junto con tu Hijo, Jesús, nuestro Hermano, nos das el Espíritu Santo, que nos capacita para pacificar nuestro corazón y el mundo que nos has confiado. Que sepamos conservar la paz y acrecentarla, para hacer que nuestros espacios sean más y más cristianos, llenos de Cristo y de lo que es suyo.
Que no tengamos miedo no nos sintamos abandonados por Ti. Que estemos seguros que la aparente lejanía de Jesús es solo pasajera. Y que sabiendo que está vivo en la Eucaristía, lo busquemos siempre, para llenarnos de ti, de tu Espíritu y de lo que Él nos da, para vivir nuestra misión en este mundo y llegar a la morada que ustedes nos han preparado cuando muramos, para vivir eternamente. ¡Así sea!
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