Cuando leía el mensaje del Santo Padre Francisco para la Jornada
Mundial del Emigrante y del Refugiado de 2015, me vino a la mente la necesidad
de que nuestra mirada sobre el hombre, sobre todos los hombres, se asemeje a la
de Cristo. Porque de ningún modo es posible dar respuesta a las necesidades
materiales y sociales de los hombres sin colmar, sobre todo, las profundas
necesidades del corazón.
Y pensé en nuestra Archidiócesis de Madrid. ¿Por qué no vamos a fraguar
hombres y mujeres de miradas como las de Cristo?. Nuestra historia está llena
de hombres y mujeres que han fraguado una manera de “acoger especialmente” a
quienes aquí llegaban de otros lugares. Hagamos posible entre todos el
aumento, cada día mayor, de la consideración de la dignidad de los demás, de la
cooperación en el bien común, del reconocimiento por parte de todos del cultivo
de valores supremos y de una experiencia viva de Dios, que sea “fuente de
encuentro”, de convivencia, de no hacer sentirse a nadie extraño, de promover a
todos, de vivir ese humanismo pleno que, como nos decía el Beato Pablo VI,
consiste en el “desarrollo integral de todo hombre y de todos los hombres”
(Populorum progressio, 42).
La Iglesia es madre de todos los hombres cuando promueve y entrega el
anuncio de la verdad de Cristo que, entre otras cosas, produce el
reconocimiento de la auténtica dignidad de la persona, del trabajo y de la
creación de una cultura que responda a todos los interrogantes que del hombre. Hagamos
posible que la Iglesia en Madrid promueva la cultura del encuentro.
Vamos a vivir en estos días la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado.
En España a principios de 2014 había cinco millones de personas
extranjeras empadronadas. Por otra parte, ha aumentado el número de
españoles que emigran. Cuando nos acercamos a esta Jornada, siento la necesidad
de remitiros a una página del Evangelio que para mí tiene una importancia
singular cuando hablamos del emigrante y del refugiado: Lc 9, 10-17. En este
Evangelio de la multiplicación de los panes, el Señor nos manifiesta que la
Iglesia es madre de todos los hombres, y así se lo quiso enseñar a sus
discípulos. Cuando Jesús acogía a la multitud que se había acercado a él, “les
hablaba del reino de Dios y sanaba a los que tenían necesidad de curación”. Los
discípulos se dieron cuenta de que se hacía tarde, de que pasaba el tiempo y
era necesario que aquellas gentes se marchasen. Se acercan al Señor para
decirle: “despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a
buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado”. La respuesta
del Señor fue tajante: “dadles vosotros de comer”.
Y es que el Señor ha venido a reunir, no a dispersar. Ha venido
para decirnos que somos una familia. Que hemos de construir, Y quiere hacer ver
a los discípulos que la misión y el ministerio que les va a encomendar es para
prolongar su rostro. La Iglesia, siendo madre de todos los hombres, prolonga la
misión y el ministerio de Cristo. ¡Qué fuerza tienen para esta Jornada del
emigrante y del refugiado esas palabras del Señor: “dadles vosotros de comer”!
La Iglesia, prolongando en el tiempo la misión del Señor, tiene que anunciar a
los hombres que “Dios es amor”(1 Jn 4,8-16). La Iglesia tiene que abrir los
brazos a todos los hombres, y hacer caer en la cuenta de que ya no hay judíos
ni griegos, ni esclavos ni libres, ni hombres ni mujeres. Lo que sí hay son
hijos de Dios y hermanos. Esto es una gran provocación, que hace imposible que
entremos en la cultura del descarte. Globalizar el amor es un imperativo para
todos los discípulos, pues Él nos ha dicho: “amaos los unos a los otros como yo
os he amado”.
Es necesario, precisamente en un mundo donde abunda el desencuentro, que
la Iglesia se manifieste como madre de todos los hombres, que manifieste y
exprese con su vida que el rostro de Dios, que se hizo Hombre, nos hizo “hijos
y hermanos”. Si los hombres muy a menudo ponemos fronteras, la Iglesia,
edificio construido por Dios mismo, en el que Él es la roca, elimina fronteras.
Se presenta como madre para todos. De ahí que los cristianos asumamos el
compromiso de difundir por todos los lugares de la tierra la cultura del
encuentro, de la acogida, de la reconciliación, de la solidaridad. En
definitiva, la globalización del amor, que es precisamente lo que hace posible
un mundo nuevo en el cual se superen las desconfianzas y los rechazos. En este
momento que vivimos los hombres tiene una significación singular. Hay muchas
personas que dejaron sus lugares de origen y emprendieron un viaje largo fuera
de las fronteras que les vieron nacer. Un viaje lleno de esperanza y de
momentos de prueba, pues llevan en su corazón un equipaje lleno de deseos, pero
también con muchos temores. Salen de su tierra buscando siempre condiciones de
vida más humanas.
Os invito a todos los cristianos, y hago extensiva esta invitación a todos
los organismos e instituciones que ponen su trabajo y sus energías al servicio
de cuantos salen de sus tierras en busca de una vida mejor, a ayudar a los
emigrantes y refugiados. Necesitamos tener acciones efectivas e incisivas,
que creen redes universales de colaboración, y que esta colaboración se
fundamente en la protección de la dignidad de todo ser humano. Consideremos a
quienes llegan y se acercan a nuestras tierras, ya sea para permanecer o de
paso, no como una mercancía o una simple fuerza de trabajo. Respetemos sus
derechos fundamentales y su dignidad humana. Urge que a nivel internacional se
creen situaciones legales que sean capaces de dar salida y soluciones a esos
seres humanos, imágenes de Dios, que vienen en búsqueda de embellecer esa
imagen, algo que en sus tierras de origen no pueden conseguir en estos
momentos.
Con la mirada puesta en la Sagrada Familia de Nazaret, reflexionemos en las
situaciones de tantas familias emigrantes. Recordemos, tal y como el Evangelio
de San Mateo nos dice, cómo José se vio obligado a salir de noche hacia Egipto,
llevando consigo al Niño y a su madre, para huir de Herodes. Ellos se
convierten en emigrantes en Egipto, en refugiados, para sustraerse de la ira de
un rey. Ellos se convierten para todos en modelo, ejemplo y consuelo de los
emigrantes y refugiados de las diversas épocas históricas, también de ésta que
estamos viviendo. En la familia de Nazaret percibimos las dificultades de cada
familia emigrante y de los refugiados, las penurias, la estrechez, la
fragilidad en la que muchos millones de hombres y mujeres viven en estos
momentos. Pedimos a la familia de Nazaret que interceda para que el problema
del emigrante y del refugiado tenga las soluciones que responden a los derechos
fundamentales de todo ser humano. No olvidemos a los niños y a los adolescentes. Pensemos
en esos pequeños que han llegado al mundo, y que deben contar con las mismas
legítimas necesidades y esperanzas que cualquier ser humano tiene. Esta
edad es fundamental para un desarrollo pleno de la persona humana. Necesitan
estabilidad, seguridad, serenidad; necesitan mirar con confianza el futuro.
Igualmente hagamos con los jóvenes que vienen de otras tradiciones, y que han
vivido las experiencias fundamentales en su vida, y llegan a otra cultura. Ayudemos
también a las familias emigrantes, para que puedan vivir con la dignidad que
nos entregue al Evangelio.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Madrid
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