Juan José Bartolomé, sdb
Es de agradecer que Lucas nos haya recordado este episodio: Los discípulos de Jesús se le acercan reconociéndose débiles en la fe. Sin motivo previo, la confesión es inesperada. Sin sorprenderse ni recriminarlos, Jesús aprovecha la ocasión para instruirles sobre el enorme poder con que cuenta el hombre que confía en Dios.
Por pequeña que sea, la fe es capaz de realizar lo imposible. Las imágenes que emplea Jesús son fuertes: podría enraizarse en la mar quien basara su existencia en Dios. Con la parábola como comentario, Jesús ayuda a entender en qué consiste la fe que pide de los suyos; no se trata de creer lo nunca visto ni de afirmar lo no experimentado; la fe consiste en mantenerse atento y obediente.
La fuerza del creyente reside en una obediencia total, servil, porque renuncia al salario, al reconocimiento por parte del dueño. No sólo hay que prescindir de cualquier otro señor, habrá que desistir de soñar con recompensas. A quien debe obediencia no se le debe gratitud. Quien cree en Dios hasta poder hacer su voluntad sin pensar en recompensas debidas, crea a su alrededor lo imposible.
La fe que quiere Jesús para los suyos se alimenta del pequeño, pero constante, servicio a Dios. Esa es la fe que Jesús quiere para cuantos le piden que se las aumente. Sabiendo lo que nos pide Jesús, ¿estamos dispuestos a pedirle que aumente nuestra fe?
SEGUIMIENTO:
5. En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: «Auméntanos la fe.»
6. El Señor contestó: «Si tuvieran fe como un granito de mostaza, dirían a ese árbol: "Arráncate de raíz y plántate en el mar." Y les obedecería.
7. Supongan que un criado suyo trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de ustedes le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa"?
8. ¿No le dirían: "Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras yo como y bebo, y después comerás y beberás tú"?
9. ¿Tienen que estar agradecidos con el criado porque ha hecho lo mandado?
10. Lo mismo ustedes: Cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: "Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer."
I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en cómo lo dice
El texto pertenece a una breve instrucción de Jesús sobre la vida común. La dirige a los apóstoles (Lc 17,1), les ha advertido que no escandalicen a los hermanos más débiles (Lc 17,1-3a) y les ha exhortado a perdonar sin límite a quien los haya ofendido (Lc 17,3b-4). Es precisamente esta imposición del perdón fraterno lo que provoca en los apóstoles el deseo de un aumento de fe. Frente a una exigencia tan poco lógica, tan exorbitada (¡hay que perdonar al que ha pecado siete veces en un solo día, si pide perdón otras tantas veces!), es normal que los apóstoles reconozcan que andan escasos de fe (Lc 17,5).
Perdonar al ofensor que pide perdón exige confianza y siempre parece mayor la ofensa que la capacidad de confiar en el ofensor. Hay que advertir la ‘novedad’ del concepto de fe que subyace a la petición apostólica: el ofendido cree en Dios si, y cuando, logra perdonar a su ofensor.
La respuesta de Jesús pasa por alto esta concepción del perdón, como ejercicio de fe. Se centra en la fuerza de la fe, no en sus efectos. Jesús ha acertado, con pocas palabras, a crear una poderosa comparación que se asemeje a lo que está queriendo decirles. Bastaría a la fe tener el tamaño de una de las más pequeñas semillas para trasplantar árboles en el mar. Sólo con un mínimo de fe se lograría lo imposible, reforestar la mar (Lc 17,6).
Para dar fundamento y explicar esta semejanza recurre a otro más elaborado, pero que no se aviene muy bien al tema de fe; pues no habla, expresamente, de creer, poco o mucho, sino de servir siempre (Lc 17,7-10).
El siervo, incluso cuando hace lo que se le ha mandado, no logra verse libre de seguir sirviendo a su amo. A servicio cumplido, no sigue recompensa completa, sino nuevas órdenes que cumplir. El amo no tiene que agradecer por ser servido siempre y en primer lugar.
Para captar el sentido de la parábola, hay que tener en cuenta, además de su motivo, la extraordinaria potencia de una mínima fe y lo que tiene que ser el protagonista, el criado que ha de servir sin esperar reconocimiento ni salario.
Cuando haga todo lo que se pide de él, y aquí, en concreto, cuando perdone al hermano que pone a prueba la fe personal, no dejará de ser lo que es, un pobre siervo que hace lo que tiene que hacer.
Así entendida la catequesis de Jesús indica, que para vivir en común hay que estar dispuesto a perdonar siempre; que el perdón que tenemos que dar a nuestro hermano, requiere siempre más fe de la que se tiene; que la fe es sólo servicio concreto y permanente al Señor. Que Él no tiene que darnos las gracias, cuando nosotros hacemos lo que nos manda, porque somos lo que somos, siervos suyos, siervos inútiles.
II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a nuestra vida
¿No nos llama la atención que un día los apóstoles le pidieran a Jesús que les aumentase la fe? ¿Cómo es posible que quienes lo habían dejado todo por seguirle reconocieran, de repente, que todavía no se fiaban lo suficiente de su Señor?
Aquellos hombres, que todos los días compartían vida y suerte con Jesús, lo escuchaban con más frecuencia, le obedecían más radicalmente, se vieron, un buen día, sin la fe suficiente.
No siempre – y ese puede ser nuestro caso – ser fieles discípulos lleva a ser mejores creyentes.
Los apóstoles descubrieron la escasez de su fe cuando escucharon que debían perdonar al hermano que les ofendía “siete veces al día” (Lc 17,4). No se sintieron capaces de confiar en un Señor que les imponía tamaña obligación, perdonar al ofensor “siete veces en un mismo día”.
Con todo resulta aleccionador comprobar cómo su escasa fe no los apartó, ni por un momento, de su Señor: porque seguían a quien no creían del todo, acudieron a él con la petición de que aumentase su confianza para ser mejores creyentes. Y no lo eran, por no poder perdonar. No abandonaron a su Señor con la excusa de que ya no se fiaban de él lo suficiente. Se quedaron con él y le rogaron que acrecentara su fe.
Toda una lección, mejor, un doble lección. Aprendieron, primero, que perdonar al hermano es un ejercicio de fe en Dios. Que el ofensor puede no merecerse el perdón en alguna ocasión, pero Dios se merece siempre nuestra confianza.
Que puede perdonar en verdad no quien es reconocido como ofendido y restablece su derecho, sino quien se pone en manos de Dios. Nos sería menos penoso, es más se nos hará motivo de gozo, perdonar a quien nos haya ofendido, si nos entregamos, confiados, a Dios. No nos va a faltar su poder, si lo experimentamos primero nosotros.
Los apóstoles aprendieron, además, que quien el ofendido ‘debe’ su perdón no a su ofensor, sino a Dios. Perdonar es tarea de creyentes y la fe es relación de confianza con Dios. Si al ofensor le toca pedir perdón, al ofendido le toca confiarse a Dios y conceder su perdón.
Es curioso – y consolador – que Jesús no se decepcionara de sus discípulos porque le confiesan su poca fe. Les retó, más bien, a que se atrevieran a confiar en su palabra.
Con una audaz imagen, Jesús enseñó a sus apóstoles, a apoyarse más en la potencia de su fe, que en la debilidad constatada de su incredulidad. Muy poca fe les bastaría, les aseguró, para plantar árboles en la mar.
Nuestra incredulidad personal, la escasa fe que prestamos a Jesús y a su mensaje, no sería óbice para sentirnos enviados de Cristo a un mundo cada vez menos creyente, si nos diéramos cuenta de que Jesús sigue contando con nosotros, hombres de poca fe, para convertirnos en sus apóstoles.
No hace falta ser un gran creyente, para ser un buen apóstol: basta con tener la fe suficiente para intentar lo imposible.
En vez de condenar a sus discípulos por su poca fe, Jesús los animó a valorarla más, viendo el poder que tienen los que aún con una fe escasa, se fían de Dios. Él no encuentra límites para su fe, aunque la fe de los suyos sí sea limitada.
Quien conoce los límites de su fe, no está obligado a poner límites a su imaginación: puede intentar lo imposible, por contar con Dios.
A Jesús no le molestó verse acompañado por malos creyentes, hombres de poca fe; los invita a utilizar aún esa poca fe que tienen. No se sorprende de que quienes les seguimos, somos incrédulos; pero si le sienta mal, eso sí, que seamos apocados, pusilánimes, que no pongamos a trabajar la poca fe que nos queda.
Tener poca fe no es excusa válida para no intentar lo imposible, sembrar de árboles en el mar está en nuestras posibilidades si nos fiamos de Dios. Si es malo tener poca fe, peor aún es no atrevernos a vivir de ella. ¿Qué falta todavía a nuestra fe para que sea tan grande como un grano de mostaza?
Si Dios ha puesto a la altura de fe tan pequeña el milagro, ¿por qué en nuestra vida de fe escasean tanto los portentos, las sorpresas, lo imposible?
No parece que le preocupara a Jesús que sus más allegados fueran pequeños creyentes, pero les exigió que su escasa fe fuera fe auténtica, es decir, ciega obediencia. Con esta semejanza de su fe con la actitud del siervo pobre, Jesús explica a sus apóstoles qué tipo de fe espera de ellos.
Como el siervo no puede esperar recompensas cuando hace lo que se le ha mandado, así el creyente no debe ilusionarse con obtener lo que se le antoje, sólo porque ha obedecido a su señor legítimo. En ello está, posiblemente, el motivo más frecuente por el que nuestra vida de fe no logre procurarnos las satisfacciones que esperaríamos.
Deseamos de Dios que premie nuestra vida de fe y nuestro servicio, poniéndose a servirnos cuando sentimos cualquier necesidad. El siervo que regresa a casa de su amo, tras haber cumplido con su deber, nos advierte Jesús, sigue siendo siervo.
El mandato cumplido no da derecho a un salario ni a un premio. A quien debe obediencia total no se le debe ni sueldo ni reconocimiento. La paga del siervo es tener un señor.
Vivir nuestra relación con Dios como si tuviéramos que ganárnoslo a base de nuestro servicio, prestarle obediencia sólo cuando, o únicamente porque así, esperamos asegurarnos el éxito a nuestras peticiones de ayuda, convertir nuestra vida creyente en una hoja de méritos frente Dios, hacer su voluntad para luego creernos que debe hacer la nuestra, significa no tener fe, ni mucha ni poca.
III. ORAMOS nuestra vida desde este texto
Padre Dios, Tú soportas nuestra poca fe, pero no quieres que aún la poca que tenemos se acabe. Hoy tu Hijo, y Hermano nuestro nos advierte, como hizo un día con sus apóstoles, que cuando deseamos algo de Ti, no nos fijemos si es poca o mucha nuestra fe, sino en vivir en tu presencia, como vive el siervo en la casa de su señor, haciendo lo que tiene que hacer.
Gracias porque también hoy la fe, que es obediencia, nos salva. La obediencia de la fe nos hace reconocer nuestra pequeñez. Que nos demos cuenta de la importancia que tiene ser siervos tuyos. Queremos ser tus apóstoles, por eso te pedimos, que aumentes nuestra fe…. La necesitamos más que nunca, porque vivimos en un mundo que confunde los valores, y se fía más de la eficacia de la ciencia y de la técnica que de tu Palabra, poderosa ayer, hoy siempre. ¡Así sea!
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