Juan José Bartolomé, sdb
Antes de ser maestro de oración, Jesús ha sido modelo: las ganas de orar le nacieron al discípulo, mientras veía rezar a su Señor; contemplándolo, se dio cuenta de que no sabía rezar como su maestro. El discípulo quiso aprender a orar porque no sabía rezar: La oración se le convirtió en asignatura libre; no era lo que Jesús le enseñaba con palabras. sino con la vida.
Jesús enseña a quien se lo pide. Deja ver al discípulo lo que no pudo contemplar, mientras lo veía rezar: Le da a conocer los sentimientos con los debe dirigirse a Dios como Padre, y le inculca la confianza de que Él Padre nuestro, nos merece.
La seguridad del discípulo no se basa en lo que se pide ni en cómo o cuándo lo hace, sino en la relación que establece con Dios cuando reza. Quien se sabe hijo, no se sabe inoportuno, por más que importune a su Dios. Quien sabe que pide a un padre, no se preocupa por pedir bien, ni por pedir lo mejor, pues lo mejor será cuanto reciba del Dios que le es Padre. El hijo puede atreverse a pedir a su Dios hasta su propio Espíritu de Padre: ¿no seremos malos orantes sólo porque nos conformamos con menos?; ¿nos estamos siendo malos discípulos porque no nos atrevemos a sentirnos hijos de Dios, como Jesús fue y nos enseñó?
Para el cristiano orar lo que Jesús enseñó es saberse lo que Él sabía, que era hijo del Padre, y pedir su Espíritu, como Jesús nos lo enseñó.
Seguimiento:
1. Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.»
2. Él les dijo: «Cuando oréis digan: "Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino.
3. Danos cada día nuestro pan del mañana,
4. Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación."»
5. Y les dijo: «Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: "Amigo, préstame tres panes,
6. pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle."
7. Y, desde dentro, el otro le responde: "No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos."
8. Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
9. Pues así les digo a ustedes: Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá;
10. porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre.
11, ¿Qué padre entre ustedes, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?
12. ¿0 si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿0 si le pide un huevo, le dará un escorpión?
13. Si ustedes, pues, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más su Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?»
I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice
En neto contraste con Mateo que ha introducido la oración del Padre nuestro (Mt 6,9-13) en una larga catequesis sobre la oración (Mt 6,1-15) dentro del Discurso de la montaña (Mt 5,1-7,28), Lucas prefiere crear un nuevo escenario para este decisivo acto magisterial de Jesús.
Aproximándose el momento de partir de este mundo, Jesús se ha puesto en camino hacia Jerusalén (Lc 9,51-19,28). El continuo desplazamiento le ofrece la oportunidad de estrechar la convivencia con cuantos le siguen y dedicarse, con preferencia, a su ‘educación’: quiere ir ganándolos para que le acompañen en su pasión (Lc 9,22-27.44-45).
Es en este contexto que Jesús se les convierte en maestro de oración.
La escena se desenvuelve en dos partes, desiguales por contenido y amplitud. Una breve noticia sitúa sin mucha precisión la enseñanza de Jesús (Lc 11,1): en algún momento, en algún lugar, camino de Jerusalén, Jesús se puso a rezar y pudo ser visto por un discípulo.
Será su petición: Señor, enséñanos a orar, lo que provoque la instrucción de Jesús (Lc 11,2-13). Esta tiene dos secciones: la oración propiamente dicha (Lc 11,2-4) y una más extensa catequesis sobre la oración (Lc 11,5-13).
Es curioso que la oración enseñada sea breve, cinco peticiones – no seis, como Mt 6,9-13, introducidas por una simple ‘Padre’ (Mt 6,9a: Padre nuestro), mientras la catequesis se alargue, utilizando imágenes realistas y convincentes, e insista primero en la perseverancia (Lc 11,5-8) y luego en la confianza filial (Lc 11,9-13).
Da la impresión de que Jesús da más importancia a cómo orar que a qué decir.
II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida
Jesús enseña con la vida y no solo con las palabras. Su magisterio no se redujo a los discursos que pronunció; fueron sus actitudes las que mejor formaron a sus discípulos. Por eso, para aprender de Él exigió le siguieran. Jesús fue quien se empeñó en hacer de sus alumnos compañeros, intimó con quienes aprendían junto a él. No enseñaba a distancia; quien no convivía con Él no podía aprender de Él. El evangelio no los acaba de recordar: Un anónimo discípulo sorprendió a Jesús rezando. Se sorprendió porque todavía no les había enseñado a rezar, cuando todos los demás maestros en Israel lo hacían. Ver a su maestro orando le hizo caer en la cuenta de lo que aún le faltaba por aprender.
Tuvo que ser algo insólita la petición; y no solo porque Jesús, como anota Lucas, rezaba a solas con frecuencia, sino porque el discípulo pertenecía a un pueblo, Israel, que sabía rezar.
¡Qué agradecidos debemos estar con este discípulo, que arrancó de su maestro una de sus mejores lecciones! Pudo ver rezar a su Señor, porque acompañaba siempre a Jesús, también cuando no rezaba… Vivir junto a Jesús hace surgir el deseo, y lo alimenta, de rezar como él. ¿No será porque es escasa, sólo puntual, nuestra voluntad de convivir con Jesús , por lo que no nos importa mucho aprender de El cómo rezar?
A la pena que le produjo a ese discípulo no saber rezar - y a su valentía por reconocerlo – se debe que tengamos el Padre Nuestro, que es la oración cristiana por antonomasia. No desesperemos, pues, si tenemos que reconocer que, tras tanto tiempo siguiendo a Jesús, tampoco nosotros sabemos rezar. Como ese discípulo, pidámosle a Jesús que nos enseñe a orar.
Jesús enseñó a rezar a quien se lo pidió. Hablaba de Dios a todos los que le escuchaban, exponía su voluntad a cuantos encontraba; pero enseñó a hablar con Dios como se habla como un padre, invitó a saberse hijo de Dios sólo a quien le rogó que le enseñara a rezar como él hacía.
Por muy gratuito que sea su magisterio, Jesús quiere que sea deseado; que no exija nada previamente, no quiere decir que no haya de ser pedido; aunque no lo hayamos merecido ni lo podamos pagar, tenemos que valorar cuanto Jesús puede enseñarnos.
¡Cuántos no sabemos rezar. Reconocerlo no es un pretexto para dejar a Jesús ni para desilusionarnos; más bien, es una razón para quedarnos con Él más tiempo, hasta que aprendamos a rezar, hasta que él quiera enseñarnos.
El discípulo que pidió lecciones de oración era uno de los que tuvieron la fortuna de acompañarle, mientras Jesús oraba. Si no tuviéramos mejores motivos para quedarnos con Jesús toda una vida, podríamos utilizar como razón - ¡y es excelente! - nuestra incapacidad para orar: hasta que no sepamos rezar como Él, necesitaremos que nos enseñe; mientras Jesús pueda enseñarnos, no podemos abandonarle. Nuestra ignorancia en materia de oración es una buena excusa para seguir a Jesús, para seguirle donde vaya. Quien desee que Jesús sea su maestro de oración, ha de mantenerse en su compañía.
¿No estará aquí una razón - ¡no necesitamos más! - para explicarnos nuestra escasa vida de oración y su mala calidad? Quien vive lejos de Jesús, sin escucharle siempre, sin contemplarle a menudo, no tendrá ni idea de lo que significa rezar como él sabía.
Jesús no inició su magisterio con un discurso sobre la oración (cf. Mt 6,5-8), sino con una breve oración. Y lo primero que enseñó al aprendiz de orante es a sentirse hijo del Dios a quien reza. No es digna de un cristiano una oración que no lo haga a él, hijo, y a Dios, Padre. Claro que, para ‘enseñar’ esto, hay que pasarse antes bastante tiempo rezando. Jesús comunica lo que siente: en la oración enseñada están sus sentimientos desvelados: el orante es, siempre y sólo - ¿se puede ser algo más? – hijo de Dios. ¿Se puede conseguir algo mejor con menos palabras?
Lo que Jesús dio a ese aplicado discípulo en unas pocas palabras fue una enorme lección: le enseñó a sentirse hijo ante Dios. Y es que la enseñanza de Jesús no se redujo a las palabras que había que dirigir a Dios; incluyó también cómo tenía que sentirse mientras rezaba quien se sintiera su discípulo; más aún, por eso, por sentirse hijo de Dios, había que empezar. Jesús enseñó palabras: qué decir a Dios y en qué orden; y haciéndolo, nos mostró que, en la oración, los intereses de Dios preceden a nuestras necesidades; que hay que cuidarse de los asuntos del Padre antes de rogarle que atienda los nuestros. Incluso en la oración Dios va en primer lugar.
Escogiendo las palabras, Jesús nos descubrió que todo aquel que se sitúa ante Dios cuenta con un padre. Cuando rezamos podemos darnos cuenta cuántas cosas nos faltan, pero nos llena la seguridad de que Dios es nuestro Padre. Rezar como Jesús nos convierte en hijos de Dios, como Él lo es, y en hermanos unos de otros, porque nos sentiremos urgidos de dar y darnos a todos. ¿Hay algo mejor que podamos desear que tener a Dios como Padre y a su Espíritu como nuestro patrimonio para vivir el verdadero amor?
En Lucas las primeras peticiones se centran en Dios Padre: ¡se pide algo para Él, santidad para su nombre y realización de su Reino!. Esta prioridad es toda una lección magistral, que pasa desapercibida lamentablemente con frecuencia. Quien quiere orar como Cristo, se interesa primero por Dios y sus cosas; en el fondo, no debería costar tanto, tratándose de todo un Padre. Pero sólo son dos los ruegos que para él se piden, mientras que para nosotros – ¡atención, no para mí, para quien reza, sino para todos, también los que no rezan! – son tres: pan suficiente para poder sobrevivir; perdón de los propios pecados y asistencia eficaz en la prueba. Que Dios nos alimente para no tener que vivir hoy desviviéndose por el mañana. Que nos acoja y recoja, siempre que lo abandonamos y, que como Padre que es, no permita que la tentación sea más fuerte que nuestra debilidad, que permita que nuestra fidelidad sea probada, pero no rota.
Hay que advertir que sólo una de las tres peticiones por nosotros está condicionada: el perdón que se pide a Dios va avalado, medido y motivado, por el perdón al que nos ha ofendido: quien desea ser perdonado por el Padre tendrá que perdonar al hermano que le ha ofendido; pedir que el Padre olvide mi ofensa, me impone borrar de mi corazón la ofensa sin desterrar de él al ofensor.
El Padrenuestro es toda una escuela de oración. En la oración de Jesús el criterio del éxito no está en conseguir lo que se pide, sino en saberse hijo del Padre, que siempre nos escucha.