6 marzo 2013

Lectio Divina

Ciclo C 4º. Domingo de Cuaresma (Lc 15 1-2.11-32)

Juan José Bartolomé, sdb

Pocas páginas del evangelio nos resultan tan familiares como el relato de la Parábola del Hijo Pródigo. Nos puede sonar a historia tan sabida que no dejamos que nos cuestione esta Palabra. El centro del relato no está en el comportamiento de uno de los dos hijos; la parábola se centra, más bien, en la actitud que mantiene el padre en toda la historia: en ella lo decisivo no es qué cosas se atrevieron a hacer o decir los hijos, sino qué hizo y dijo el padre a ambos. Sabremos qué nos dice hoy Jesús a nosotros, si logramos identificarnos con uno de los dos hijos de su parábola. Y sabiendo con qué hijo nos identificados, sabremos mejor qué es lo que espera Dios Padre de nosotros.

Seguimiento:

1. En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle.
2. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
11. Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos;
12. el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna." El padre les repartió los bienes.
13. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
14. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
15. Entonces se puso al servicio de un habitante de ese lugar que lo envió a sus campos a cuidar cerdos.
16. Hubiera deseado llenarse el estómago con la comida que le daban a los cerdos; pero nadie le daba nada.
17. Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos trabajadores de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre.
18. Volveré a mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti;
19. ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus siervos’".
20. Fue a buscar a su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se sintió compasión; y, echando a correr, lo abrazó y se puso a besarlo.
21. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo."
22. Pero el padre dijo a sus criados: "Saquen en seguida el mejor traje y vestidlo; pónganle un anillo en la mano y sandalias en los pies;
23. traigan el ternero más gordo y comamos y alegrémonos; celebremos un banquete,
24. porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado." Y empezaron el banquete.
25. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile,
26. y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero gordo, porque lo ha recobrado con salud."
28. Él se enojó y no quiso entrar; pero su padre salió a rogarle.
29. Él le dijo al padre: "Mira: hace tantos años que te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos;
30. Pero llega este hijo tuyo, después de haber gastado tu dinero con malas mujeres, le matas el ternero gordo."
31. El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo:
32. Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado"».

I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice

Jesús quiso hablar en parábolas para que comprendieran por qué comía con pecadores, actitud que escandalizaba a los que se creían buenos: (Lc 15, 11-32).
Él comía con pecadores porque sabe que Dios goza con la conversión de ellos (Lc 15,7.10). El pecador, recuperado para Dios, hace que Dios se alegre y haga fiesta: el pecador que regresa a Dios lo hace gozar.
El protagonista central de esta parábola es el padre (Lc 15,11); los dos hijos hacen destacar su amor misericordioso, cada uno con su situación muy particular: el menor, el ‘malo’ (Lc 15,12-24) y el mayor, el ‘bueno’ (Lc 15,25-32). Los dos fueron ideados por Jesús para describir diferentes maneras de ser padre para ellos…
Jesús quiere que sus oyentes reflexionen bien sobre cómo es ese padre. Lo decisivo en la narración no es lo que quieren los hijos, sino lo que el padre hace o dice, manda o sugiere, pide o desea de cada uno.
No actúa de la misma manera con el mayor que con el menor. Al que le ofendió, no le pidió nada, se contentó con que regresara a su casa, aun sabiendo el hijo no era digno ni merecedor del amor de su padre…
Al que nunca lo abandonó, le rogó que aceptara como hermano al hijo que había vuelto a casa. Los dos hijos fueron probados, pero las pruebas no fueron las mismas para los dos; se acomodaron a la forma de ser de cada uno y al deseo del padre: el quería tener a sus dos hijos…
El hijo menor conoció el pecado, aunque no dejó de pensar en el padre cuando se alejó de él; no pudo desterrarle de su corazón; le pidió su herencia y la gastó pronto, pero siempre se sintió ‘el hijo’, aunque mal portado.
Cuando su situación lo hizo caer en la desesperación, "entró en sí mismo"... y pensó en su padre. Su recuperación empezó en el momento que se imaginó hablando con su padre, pidiéndole que lo perdonara… y si el padre recuperó al hijo perdido, el hijo recuperó al padre, aún antes de verlo, antes de ser abrazado por él, antes de ser tratado como el hijo del señor. En su interior, el hijo que se había ido lejos de la casa paterna, se reencontró a sí mismo, encontrándose anímicamente con su padre..
El hijo mayor, si bien siempre estuvo en casa, y trabajó mucho para su padre, no estaba cuando su hermano menor regresó a su casa. Se perdió ese emotivo encuentro. Se enteró del regreso de su hermano, por un sirviente y no quería estar en la fiesta que organizó su padre para recibirlo.
El padre dialogó con el hijo mayor; le pidió que compartiera la alegría que inundaba su corazón. Entendía la actitud del hijo mayor, pero le pidió que le perdonara; lo invitó a ir más allá, haciendo fiesta, porque el hermano ausente había vuelto a ellos. No negaba el error que el hijo menor había cometido.
El padre le hizo caer en cuenta que obediencia no va de la mano con la fidelidad, y que servidumbre no era lo mismo que filiación: quería que el hijo se sintiera dueño, aunque trabajando con los siervos de su padre; que fuera libre para disponer de los bienes de su padre, ya que lo tenía con él y lo que era del padre, era también de los hijos…
El hijo mayor no perdió al padre ni sus bienes, ni se alejó de casa ni se ausentó del trabajo; no pecó contra Dios ni contra su padre, pero le sirvió toda su vida como un trabajador más. Vivió con él una relación de trabajador a dueño, no de hijo a padre
¡Triste destino! Pero - aquí está el meollo de la historia - porque un hijo 'bueno' no pudo o no quiso ser buen hermano; el padre sintió una gran tristeza porque sus dos hijos ya no estaban untos en la casa paterna.
Los 'buenos' hijos que no son hermanos acogedores, no entienden a Dios y su paternidad. Si no reciben al hermano caído y si no gozan con su recuperación, no se parecen al padre amoroso y lleno de misericordia.
Cuestionar al hermano, por más razones que se tengan, es ir más allá de la imagen buena y comprensiva del padre. No hay que pasar por alto que esa es la prueba del hijo, que se creía ‘bueno’.Su conversión pidió dejar de sentirse superior y ser buen hermano.

II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida

Jesús justifica su convivencia con pecadores aludiendo al comportamiento de Dios en la figura del padre que tenía dos hijos. El hijo pródigo nunca dejó de ser hijo, aunque un día dejara la casa paterna y enajenara los bienes de su familia; incluso después de su pecado se sintió hijo, aunque no digno. Es lo que salvó su vida y lo liberó de los pecados cometidos.
El hijo que no nunca abandonó el hogar, siempre se había sentido siervo de su padre: vivía en casa sin libertad y con esfuerzo; su fidelidad le costaba, pues no era obediencia de hijo sino de doméstico; antes y después no conocerá la fiesta familiar. Lo dramático será que el padre dejó de ser padre de dos hijos, porque 'el bueno' no aceptó ver en el que volvía a su hermano, porque no pudo admitir que su padre fuera más bueno con el que se había portado mal.
Esta parábola no trata de unos hijos que tenían un padre, sino de un padre que tenía dos hijos. No es el hijo menor el pródigo, sino el padre, puesto que si había sido el hijo quien mal gastó su parte, el padre fue quien repartió la herencia primero y quien derrochó después lo que quedaba, cuando el hijo volvió a casa; es verdad que el menor dejó la casa y al padre con la parte de su herencia para malgastarla y malvivir, pero fue al padre a quien le dolía más el hijo perdido que la pérdida de sus bienes.
El protagonista del relato no fue, pues, el hijo malnacido, sino el padre dispuesto siempre a reconocer como hijo suyo, a quien no podía aspirar más que a ser considerado sólo siervo. Quien dejó de pertenecer a la casa porque quiso abandonarla, no logró alejarse del corazón del padre, por más lejos que marchara; fue el padre quien siguió extrañando al hijo, que se había alejado de su familia yéndose a una tierra extraña. Fue el padre quien, extrañándolo, lo mantenía vivo y presente en su corazón y en su casa.
¿Comprendemos cuál fue la pena que vivió el padre al no tener consigo a su hijo, el menor, que prefirió la vida libertina a una pertenencia sana y rica en su familia, al lado de su padre, con su hermano y los demás miembros que la integraban?
Tampoco el hermano mayor tuvo una actuación muy lúcida. No se alejó nunca de casa, es verdad, pero no se sintió en ella libre; se mantuvo siempre sumiso a su padre, pero con obediencia de siervo. Siendo el hijo mayor se portó como un criado más del padre. Sin abandonar al padre, nunca se consideró su heredero ni supo celebrar una fiesta con sus amigos; no se atrevió a pedir nada, no por falta de ganas sino porque le faltó confianza. Y cuando el hijo de su padre regresó a casa, no supo aceptarlo como hermano propio ni quiso celebrar su retorno.
Razones no le faltaban, pero le faltó comprensión para con su padre. Estando siempre al lado de su padre, no aprendió a ser hermano; vio al padre como un señor, pero no descubrió su amor misericordioso: como lo entendió se quedó sin fiesta, sin hermano y sin hogar.
¿No es verdad que una vida de fidelidad a Dios, pero no partiendo de su amor, sino de una actitud servil, nos puede llevar a estar con Dios y a intentar hacer lo que nos pide, pero no a vivir la filiación, ni la fraternidad, porque el amor es la razón y la fuerza para ser hijos y para vivir como hermanos?
La parábola es sombra sólo de la realidad: el padre bueno no es más que figura de lo que Dios quiere ser para nosotros.
Con cuánta frecuencia hemos sentido la tentación de dejar a Dios en casa y buscar aires y lugares de mayores libertades, donde poder ser nosotros mismos sin tener que ser reconocidos como hijos de Dios, donde gastarnos lo que de Dios habíamos recibido como si lo hubiéramos ganado nosotros. Y con cuánta frecuencia hemos consentido con esa voluntad de libertad, con ese deseo de dejar de una vez de ser hijos en casa propia; con la misma frecuencia hemos logrado únicamente ser siervos en casa ajena.
No es pesimista el relato de Jesús, como no pueden llevarnos al abandono nuestros propios abandonos. Si nos reconocemos en el 'camino de ida' que hizo el hijo, podemos reconocernos también en su 'camino de vuelta' y encontrarnos, como él, con un Padre dispuesto a vernos y conmoverse, correr hacia nosotros y abrazarnos. Y hasta besarnos, sin que antes tengamos que decirle palabra alguna de arrepentimiento. La historia del hijo menor puede ser nuestra historia: si volvemos a Dios, recuperamos el Padre que tanto echamos en falta.
No olvidemos que el hijo, lejos de casa, tuvo que conocer alegrías que arruinan y tristezas que alimentan añoranzas, gozar placeres y sentir necesidad; pero sólo volvió a recordar al padre que había abandonado, cuando sintió el estómago vacío, cuando había agotado su dinero, cuando no tuvo amigos con los que malgastar su fortuna.
En la experiencia de la soledad, en la falta de afectos humanos, en el hambre, en la escasez de comida, el hijo menor pensó en su Padre y en las comidas que tenían sus siervos. Los satisfechos de sí, los que triunfan solos, los que se las arreglan bien por su cuenta, los que creen no pecar sólo porque disponen a placer de lo suyo, difícilmente emprenden el camino de regreso.
¿Por qué envidiarlos, si han perdido la casa, al padre, la familia propia y la fiesta común? Si sentimos alguna necesidad, si nos sentimos necesitados de algo importante, puede esto ser la ocasión para que volvamos al Padre bueno que siempre nos espera. Tras nuestro pecado, tras nuestros extravíos, tras nuestras escaseces, hay siempre un Dios que nos espera, un Dios que no nos tomará en cuenta nada de lo hecho si es que volvemos.

III. Oramos nuestra vida desde este texto:

Dios Bueno, te pedimos que aprendamos a vivir la compasión, el amor y la paciencia para con nosotros, y para con nuestro prójimo. Concédenos descubrirte Padre y ser hermanos, unos con otros.
Que no dudemos en regresar a tu casa, a tu amistad, a tu intimidad…Que nos sintamos siempre tus hijos y que seamos capaces de vivir la hermandad, como consecuencia de nuestra filiación.
Que sepamos acoger con cariño a quienes se han ido lejos de ti y de lo tuyo; que seamos compasivos con quienes han caído en vicios, errores, y equivocado el camino.
Que nos esforcemos por recuperarlos, porque sus experiencias los habrán dañado y los harán sentirse indignos de Ti y de la comunidad… Tu amor y tu misericordia sean para todos una escuela. Que de Ti y contigo aprendamos a amar, dignificando a quienes se han pecado. Que no se nos olvide nunca lo importante que es ‘ser y hacer familia’.
El Espíritu de Dios y María, Madre de Cristo Jesús, y de todos sus hermanos, nos ayuden a vivir la hermandad… ¡Así sea!

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