28 agosto 2013

LECTIO DIVINA, Dom XX II, Ciclo ‘C’ (Lc 14, 1.7-14 )

Juan José Bartolomé, sdb

Jesús iba siempre donde lo invitaban. No tenía casa propia. Era huésped de gente influyente como de grandes pecadores. A nadie negaba su compañía ni el evangelio, que como Buena Noticia alimentaba su vida.
El evangelio de este domingo nos recuerda una de esas ocasiones; un importante fariseo le había pedido fuera a comer en sábado a su casa. Su presencia despertó cierta inquietud en los que estaban también en esa fiesta. No dejaban de observarlo.
El se dio cuenta de lo que sucedía y aprovechó la ocasión. Vio que querían los mejores puestos en la mesa, que se creían dignos de una cierta distinción y sobre esa actitud hizo una buena cátedra, que no se quedó en esa casa ni ese auditorio, sino que es para todos los que nos decimos ‘sus discípulos’. Jesús no quiso enseñarles la buena educación, no era maestro de buenas costumbres, sino que quiso descubrirles la malicia de su comportamiento, el deseo desenfrenado que mueve a los hombres de todos los tiempos a creerse más que los demás y a verlos como inferiores. Además hizo una advertencia que más allá del tiempo: ‘No se deben hacer favores esperando una recompensa’. Ser cristiano y vivir como Cristo es aprender a dar sin esperar nada a cambio.

Seguimiento:



1. Sucedió que un sábado, Jesús fue a comer a casa de uno de los jefes de los fariseos. Ellos le estaban observando.
7. Se dio cuenta de que los invitados elegían los primeros puestos, y les dijo una parábola:
8. «Cuando alguien te invite a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya invitado a otro más distinguido que tú
9. y, viniendo el que te invitó a ti y a él, te diga: `Deja el sitio a éste', y tengas que ir, avergonzado, a sentarte en el último puesto.
10. Al contrario, cuando te inviten, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te invitó, te diga: `Amigo, sube más arriba.' Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa.
11. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.»
12. Dijo también al que le había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez y tengas ya tu recompensa.
13. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos;
14. y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos.»

I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en cómo lo dice

Por quinta vez Lucas presenta a Jesús huésped de una familia: primero fue un publicano (Lc 5,29), luego un fariseo (Lc 7,36), después, Marta y María (Lc 10,38) y otro fariseo (Lc 11,37); ahora, uno de los principales fariseos (Lc 14, 1).
El hogar familiar y comer en común son ‘cátedra’ de un Jesús cercano a los hombres, se lo merezcan o no. Llama la atención que se deje invitar más por fariseos que por amigos o discípulos.
En esta escena el narrador da una razón: aunque la invitación era a comer, la intención verdadera era la de acecharlo. Jesús no está, pues, entre amigos, pero eso no le amedrenta, ni evita la oportunidad para enseñar a quienes lo han invitado verdades del Reino. Siempre se mostró, como lo que fue, ‘todo un maestro’.
Y es un simple detalle observado (Lc 14,7), un hecho de vida que quizá por repetido se haya vuelto irrelevante para muchos, lo que le da pie a una inesperada lección, o mejor a dos. Jesús argumenta con la vida para corregir un comportamiento que se va volviendo habitual.
Aunque Lucas presente las palabras de Jesús como parábola, son en realidad una doble instrucción de tipo sapiencial. La primera parte va dirigida a todos los invitados; la segunda, sólo al que los invitó.
A los invitados se les indica cómo comportarse en la elección de los lugares (Lc 14,8-11). Al que invita, cómo debe hacer la selección de las personas (Lc 14,12-14). En ambas, se va contra lo que se ve como normal y parece lógico. La primera enseñanza parece una simple lección de cortesía, con una cierta carga de cálculo y astucia (Prov 25,6-7).
Pero la conclusión eleva la anécdota a principio de vida: buscar la gloria propia es la vía para quedarse sin ella (Ez 21,31). Más exigente e inusitada es la lección que da a quien invita: es un increíble y poco razonable llamamiento a la generosidad y al desinterés.
Quien invita ha de elegir a quien, por ser pobre, es socialmente insignificante y insolvente. Quien hace el bien debe renunciar a esperar recibir nada a cambio. Los que dan sin esperanza de ser reconocidos hoy, pueden esperar ser recompensados en el última día.

II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a nuestra vida

Jesús enseñaba siempre. La mayoría de las veces elegía él a sus oyentes, otras lo buscaban para escucharlo. El evangelio nos dice que no siempre lo buscaban con buena voluntad. Jesús predicaba el evangelio y quien lleva el evangelio y a Dios en el corazón, no desperdicia ocasión alguna para hablar de su ‘tesoro’. No tiene que estar entre los suyos, bien acogido, para ser lo que ha sido llamado a ser y hacer aquello para lo que fue enviado.
¿No se necesitan hoy evangelizadores que, como Jesús, hablen de Dios donde no se habla bien de ellos? Dios merece ser anunciado, incluso donde su representante no es bien recibido.
Y para encontrar ‘temas’ para hablar de Dios a gente no bien dispuesta, no hace falta mucho saber, ni análisis de las posibilidades; bastará con observar cómo se comportan. En la actuación del oyente del evangelio descubre el evangelista perspicaz qué debe anunciar como salvación, pues aquel que no tiene a Dios, deja ver su vacío y la soledad con la que vive.
¿No será que no ‘fijamos’ mucho nuestra mirada en nuestro mundo, que no lo contemplamos de cerca pues no nos es amigo, por lo que nos faltan motivos para hablarle de Dios? Como no nos damos cuenta cómo vive el mundo, no somos capaces de hablarle de Dios, al que tanto necesita.
Jesús observó el comportamiento de los invitados y se sirvió de lo que vio para hablarles de lo que ellos necesitaban. No pretendió dar una lección de buenas costumbres, sino aprovechó la anécdota para exponer las normas que debían regir las relaciones entre los hombres. Algo tan simple, y tan repetido, como el deseo evidente de ocupar los primeros puestos en un banquete brindó a Jesús la ocasión para evangelizar. No necesitó de mejores motivos.
A quien tiene ganas de evangelizar, nunca le faltarán ocasiones. El invitado no debe considerarse digno de la invitación ni tiene que buscar puestos que no le hayan sido confiados, porque no se mereció la hospitalidad recibida; la invitación es don inmerecido, no salario debido. El que invita no debe calcular si su actuación se verá recompensada un día por sus huéspedes; la invitación debe ser oferta gratuita, no inversión a largo plazo; invitando a quien no puede pagarle, será Dios el encargado de resarcirle.
El comportamiento de Dios, que invita a todos - y sin que todos lo merezcan -, y que, además, invita sin esperanza de que todos puedan recompensarle, es la razón del comportamiento alabado por Jesús; Él quiere que los hombres copien el comportamiento divino en las cosas ordinarias de la vida.
Hay que admirar la valentía de Jesús que se pone a enseñar a quien no se lo ha pedido. Aunque la ocasión no fuera la más propicia, rodeado como estaba de personas que no dejaban de espiarlo, ante un espectáculo tan triste reacciona seguro de sí mismo y desvela la necedad de quien sólo piense en acumular honores que ha de robar a su prójimo. Nosotros, de haber sido invitados, probablemente hubiéramos simulado no ver o intentado disculpar semejante comportamiento, si es que no hubiéramos caído en él.
Si Jesús no deja pasar lo sucedido, porque ve algo en la actitud de quienes lo invitaron el deseo de obtener privilegios a cualquier costa. Les hace una advertencia que va más allá de lo que ha contemplado: quien se cree digno de Dios lo puede perder. Hacer el bien a quien nos lo puede pagar, no es buen negocio, pues nos llevará a perder la dicha de estar en el Reino.
La parábola, aunque parece aludir a cuanto está viendo Jesús en casa de su huésped, se refiere, en realidad, a la relación del creyente con Dios. Pudiera parecer que Jesús da útiles consejos a invitados y a su anfitrión; en realidad, está hablando de Dios y de su voluntad. El comportamiento de Dios, quien invita a todos, sin que todos lo merezcan, y que, además, invita sin esperanza de que todos puedan recompensarle, es la razón del comportamiento alabado por Jesús.
Él quiere que los hombres copiemos el comportamiento divino en nuestra vida ordinaria. Como el hijo imita al padre, así debemos conocer y reproducir las opciones de Dios. El hecho observado le sirvió a Jesús para corregir la tentación de los buenos de creerse mejores, más dignos, sólo porque hay otros peores, menos honrados.
No conviene que frente a Dios los buenos se distingan por apetecer lugares mejores de los que han recibido.
Quien no se merece la hospitalidad que recibe, no tiene que buscar puestos que no le hayan sido confiados. La invitación es don inmerecido, no salario debido.. Buscarse el puesto en la vida que uno piensa merecer es vivir sin conocer la gracia de ser invitado. Convivir con otros impone vivir con humildad, aceptando lo que uno es, conformándose con el lugar que le corresponde, reservando los restantes para los demás.
Nuestras comunidad necesita cristianos que se contenten con ocupar lo que se les ofrece sin ansiar lo que está destinado a otros. Sin humildad no es posible experimentar gratuidad ni vivir en común. Ser humilde es aceptar de buen grado lo que Dios, a través de la vida, nos da; desear algo mejor nos hace infelices hoy.
El riesgo que corren los que se creen ‘buenos’ es pensar que Dios no los ha tratado como ellos se merecen; acabarán por caer en el ridículo de verse despojados de cuanto usurparon. Lo que de Dios recibe el creyente es más que bueno; apetecer otros honores, mejores puestos, más dignidad es intentar hacer malo a Dios y a cuantos comparten con nosotros sus dones y su compañía.
Quien se sabe amado por Dios queda liberado de la vanagloria y de la envidia. No necesita de triunfos o reconocimientos para saberse valorado sobre manera y apreciado sin medida; podrá renunciar a la búsqueda de honores, que habría de lograr negándoselos a su prójimo, y no le será penoso soportar que los demás reciban honras que él no conoce quien conoce que Dios le estima.
¿Nos basta con saber que Dios nos ama para no ambicionar mayores privilegios ni mejor fortuna? Probablemente la insatisfacción con que vivimos nuestra vida cristiana, la desazón que nos causa convivir con personas que lograron más o viven mejor, nace de la escasa conciencia que tenemos del amor que Dios nos brinda. Si confiáramos en Él, nos sobraría todo lo que no es Él ni a Él conduce.
Jesús no limita su enseñanza: La gratuidad más absoluta ha de reinar en relaciones interpersonales de quienes esperan el Reino y a Dios. El Dios bueno es incapaz de olvidar a quien ha hecho el bien gratuitamente. La lógica de Jesús no puede ser más evidente, pero las exigencias que se derivan son del todo inusitadas. No convidamos a desconocidos y mucho menos a mendigos, enfermos e impedidos. Sus palabras son norma de vida cristiana. Lo que quiso ver en su huésped es lo que quiere encontrar en sus discípulos: generosidad sin cálculo y amor verdadero. Hacer el bien, ser bueno, no buscar beneficios ni reconocimiento y recompensas es parecernos a Él.

III. ORAR nuestra vida desde este texto:

Dios bueno, tu Palabra quiere hacernos comprender las exigencias del amor. Hemos sido convidados por ti para estar en tu mesa. Tú eres nuestro anfitrión. Pensaste en nosotros dándonos un puesto en tu fiesta; eso nos ha de bastar para calmar nuestra necesidad de gloria y poder.
No somos buenos, sino que eres Tú el que nos haces buenos, a pesar de nuestros egoísmos. Estar en tu compañía y sentarnos a tu Mesa nos enseñe a tener tus sentimientos y a ser capaces de amar como Tú nos amas. ¡Así sea!

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