Juan José Bartolomé, sdb
No creo que hoy preguntaríamos a Jesús, si lo encontráramos, sobre el número de los que van a salvarse, como hizo aquel desconocido que lo encontró cuando iba de camino hacia Jerusalén. La salvación propia no es un tema que interese mucho, ni siquiera a los mismos cristianos. Y no se vislumbran bien las causas de esta situación.
Quizá, como estamos muy empeñados en liberarnos de los pequeños problemas que la vida diaria nos presenta, hemos perdido de vista que, aunque lográramos resolverlos todos, nos faltaría por afrontar el más decisivo, el único que merece toda nuestra atención, porque de él depende nuestra felicidad para siempre: cómo salvarnos.
Tal vez nos creemos buenos, solo porque no somos notoriamente malos. Damos por supuesta la recompensa debida a nuestros esfuerzos. Ya es suficiente prueba vivir esta vida como para no contar, sin más, con la otra. No es raro que algunos, ciertamente con la mejor intención, piensen que no debe preocuparnos demasiado nuestro destino final, puesto que Dios es lo suficientemente bueno como para disculpar el que nosotros no logremos serlo. No son pocos los que hoy, por motivos diversos, dan por descontada su salvación, porque, simplemente creen merecérsela.
Seguimiento:
22. En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
23. Uno le preguntó: «Señor, ¿serán pocos los que se salven?» Jesús les dijo:
24. «Esfuércense por entrar por la puerta estrecha. Les digo que muchos intentarán entrar y no podrán.
25. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, se quedarán fuera y llamarán a la puerta, diciendo: "Señor, ábrenos". Y él les replicará: "No sé quiénes son."
26, Entonces comenzarán a decir: "Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas."
27. Pero él les replicará: "No sé quiénes son. Aléjense de mí, malvados."
28. Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando vean a Abrahán, lsaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera.
29. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios.
30. Miren: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.»
I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en cómo lo dice
De camino a Jerusalén, enseñando por doquiera que pasa, Jesús es interpelado por un oyente anónimo: Le pregunta si son muchos los que se salvan (Lc 13,23). Lucas aprovecha este escenario – un Jesús que anda por el camino, un Jesús siempre enseñando, una pregunta profundamente ‘religiosa’ – para reunir tres sentencias de Jesús en torno a la entrada en el Reino (Lc 13,24.25-29.30).
Hay que notar que a la cuestión más teórica sobre la salvación, le responde con dos imágenes muy comprensibles: ‘La de la puerta estrecha y la de sentarse a la mesa’.
A quien se interesa por el número de salvados contesta exhortándole a preocuparse por su propia salvación (Lc 13,23). No es tan fácil como presupone. Decisivo no es si son muchos o pocos los que se salvarán, sino si uno está en el número de los que se salvan. La propia salvación no es un tema para discutir, sino tarea que afrontar. Y habrá que tener en cuenta – advierte Jesús – que no lo consigue sólo quien lo intenta.
Explicándose mejor, Jesús recurre a una parábola en la que participan sus oyentes (Lc 13,25-29). A quienes la dan por segura, dado el grado de intimidad con Jesús alcanzado, les recuerda que la salvación no depende de lo que ellos se crean, sino de lo que quiere Dios. Convivir hoy con Cristo no avala un porvenir en su compañía. Para quien de verdad quiera entrar o ‘quedarse fuera’ es una posibilidad con la que hay que contar. Porque no entra quien tiene ganas, sino quien es reconocido y acogido por su Señor.
Mientras dependa de ‘Otro’, nuestra salvación no está asegurada. Y lo peor – lo más desagradable – es que otros más alejados, menos privilegiados, entrarán primero.
Que los últimos antecedan a los primeros tiene que resultar una grave advertencia a cuantos se sienten demasiado a gusto con Dios (Lc 13,30). Si quienes más lejos están hoy de la meta cuentan con mejores probabilidades de llegar al destino, de poco sirve estar bien situados desde un principio. Nadie puede estar seguro del triunfo, si ni siquiera los más cercanos a él deben ilusionarse con obtenerlo.
Jesús no pone las cosas fáciles a los buenos. Y es que nadie es demasiado bueno para, automáticamente, merecerse a Dios.
II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a nuestra vida
En tiempos de Jesús, la gente seguro que era más inculta, menos afortunada. Vivía menos tiempo y bastante peor que hoy. Probablemente, porque sabían lo poco que valía esta vida, se interesaban mucho por la otra. Ya que estaban convencidos de que no podían liberarse ellos solos de sus propios males, buscaban una salvación definitiva, que sólo Dios podía darles. Tenían poco que perder en esta vida y les inquietaba más poder perderse la otra; lograban vivir sin tantas cosas como nosotros tenemos, pero no renunciaban a vivir por siempre sin Dios.
Probablemente, hoy no son muchos los que nos preocupamos por la salvación de todos. Ni siquiera los auténticos creyentes, que dan por asegurado ese don que nunca será merecido. Nos haría bien preguntarnos, más a menudo y con la mayor seriedad, si estaremos un día entre los salvados; viviríamos, sin duda, mejor la frágil vida que tenemos.
Jesús no respondió a una pregunta ‘teológica’ tan importante: puesto que solo Dios salva, salvará a muchos o a unos pocos. Más importante aún que satisfacer la curiosidad de su interlocutor le pareció, sin duda, advertirle sobre el peligro que corría quien no se esforzara: No es decisivo saber el número de los que se salvarán, sino si yo estaré entre ellos. Con su respuesta, en vez de acallar las dudas, Jesús quiso acrecentar la ansiedad en su interlocutor, a quien, curiosamente, le importaba más el número de los salvados que su propia salvación.
La salvación, al menos para Jesús, era una tarea de por vida.
Jesús nos deja claro que la propia salvación, además de incierta, es en extremo difícil. No hay que hacer de la propia salvación una cuestión académica, un bonito argumento sobre el que hay discutir y entretenerse.
Aunque Jesús le hubiera garantizado que la mayoría se ha de salvar, no le aseguraba que él se salvaría. Y es que los requisitos no hacen fácil la cuestión: La puerta es estrecha, se requiere esfuerzo y, sobre todo, no depende de las ganas de entrar, sino de ser acogido por el Señor. Si la vía de acceso no es tan transitable como sería deseable, si ni el empeño y el trabajo personal siquiera son suficientes, ‘entrar en el Reino’ será siempre gracia concedida, no mérito ganado. Si no depende de mi deseo ni de mi esfuerzo ser reconocido y acogido finalmente por Dios, todo lo que hago con El y por Él no me lo merece: Él siempre será para mí sorpresa y don, nunca salario merecido.
Ni el haber sido su discípulos, ni el haber sido instruido mientras convivíamos, me asegura no ‘quedarme fuera’, ¿por qué no me cuestiono por si seré salvado o no? ¿Por qué doy por asegurado lo que no depende de mí y es sólo gracia? ¿Qué podré hacer hoy para merecer la salvación que no la tienen segura quienes oyeron a Jesús y se sentaron a comer con Él?
Para ahondar en lo dicho, Jesús recurre al lenguaje simbólico; no encuentra mejor modo para hablar de Dios y de la otra vida. Quien desea entrar en algún lugar, ha de esforzarse más cuanto menos amplio sea el acceso. Jesús no dice que la puerta que conduce a Dios sea estrecha; invita, más bien a elegir el acceso menos amplio para llegar a Él.
Jesús no nos engaña con falsas promesas. Quien va a entrar por la puesta angosta, y tiene que ir por un camino penoso, una vez llegado a la meta, gozará muchísimo. Si no fue cómodo alcanzar la salvación, cuánto le hará gozar el esfuerzo con el que se trató de llegar hasta ella.
Parece que Dios quiere que Le apreciemos antes de dársenos para siempre, haciendo que nos cueste encontrarnos con Él. Si realmente queremos estar con el Señor, no rehuyamos las estrechez de esta vida. Él lo dijo: ‘Si no se animan a ir por la puerta estrecha, no querrán entrar’. La elección está en nuestras manos.
Con la parábola del amo que no reconoce a quien llama desde fuera, Jesús recuerda a cuantos dan por descontado la benevolencia divina, que no deberían hacerse demasiadas ilusiones: no por ser bueno, Dios es necio. Los que se quedaron fueran cuando el señor de la casa cerró la puerta, no le eran desconocidos, fueron desconocidos; habían sido amigos y compañeros, pero no llegaron a ser sus huéspedes; comieron y convivieron junto a su amigo, pero no les admitió en su casa.
No hacían cosas malas; lo único que no hicieron es estar junto a él en el momento en que cerraba su hogar. Para quien pudo entrar no importó que la puerta fuera estrecha, con tal de que permaneciera aún abierta; quien se quedó fuera de la casa del amigo - y de su corazón -, no se quejó de que lo angosta que era la puerta, sino de que estaba ya cerrada. Lo único que sabe decir el señor de la casa es que no reconoce como amigo a quien se ha quedado fuera de su hogar. La lección es tan evidente que Jesús ni la comenta.
No nos hace ningún bien ilusionarnos que porque tenemos buenas relaciones con Dios nos ya está seguro nuestro encuentro con Él en el cielo. Convivir hoy con Jesús no garantiza un porvenir en su compañía. Dar por segura la amistad con Dios es el mejor camino de empezar a perderla. Quien intimó con su señor como con un amigo, tendrá que ver que también otros son preferidos; una amistad que se puede perder, es una amistad preciosa; es mejor no abandonar nuestro hogar nunca. Dios no nos reconocerá para siempre si le hemos dejado por un momento, necesitamos estar con Él en todos los momentos de nuestra vida. Cualquier sacrificio valdrá la pena con tal de no perder el derecho a estar con Él para siempre.
Y para que no quedara sombra siquiera de duda, Jesús termina su exhortación con una advertencia que podría parecer injusta: “Los últimos serán primeros, los menospreciados, serán mejor queridos; los desconocidos serán íntimos en el Reino de Dios”. Si quienes más lejos están hoy de la meta cuentan con mejores probabilidades de llegar al destino, de poco sirve estar bien situados desde un principio; nadie puede estar seguro del triunfo, si ni siquiera los más cercanos a él pueden creerse que lo obtendrán. Jesús no pone las cosas fáciles a los buenos. Y es que nadie es demasiado bueno para, automáticamente, merecerse a Dios. De esto, en el fondo, es de lo que se trata.
Los oyentes de Jesús escucharon que los venidos de lejos se sentarían junto con los patriarcas y profetas de Israel en el festín del Reino. Allá, hacia los años ochenta, esta grave advertencia de Jesús era una triste, e innegable realidad: En el Reino serán acogidos los que menos esperaban serlo. Y quienes se creían con derecho –estarán fuera.
Hoy la sentencia de Jesús es para nosotros: No nos salvaremos porque queremos ser salvados, sino porque Dios nos salva; la salvación es una gracia; somos agraciados y congraciándonos con Él, nuestro esfuerzo no podrá conocer límite; ni la esperanza de conseguirla un final. Mientras no entremos por la estrecha puerta, no estaremos a salvo.
Hemos creído que como Dios es bueno nos hace buenos a nosotros. Nos hemos ilusionado con que Él hará también la parte que nos toca; nos perdonamos nuestros fallos antes de que Dios lo haga y nos liberamos de reconocerlos para no dárselos a conocer. La salvación, y Dios, nos esperan tras una puerta angosta.
III. ORAR nuestra vida desde este texto:
Padre Dios, tu Palabra hoy nos da una gran lección. Tú quieres prevenirnos: No se trata de ser el primero o el último. No existe preferencia ni lugar privilegiado: el que está entre los primeros, no está seguro de entrar al Reino y el que es de los últimos, podrá ser recibido. No es lo que somos nosotros, ni dónde nos encontramos lo que asegura nuestra salvación, sino vivir hoy tu amistad estar contigo y cenarnos a tu mesa. ¡Qué equivocados estamos cuando pensamos que porque Tú eres bueno nosotros no tenemos que esforzarnos por alcanzar la gracia de estar contigo para siempre. Es una insensatez quedarse fuera, ¡y para siempre lejos de ti por no haber estado siempre contigo. María, Tú que supiste el gran valor de vivir con Dios siempre, haznos capaces de conservar su amistad, por encima de todo. ¡Así sea!
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