Juan José Bartolomé, sdb
Podría parecernos que el texto evangélico sorprendente por su radicalidad; nos presenta un Jesús desconocido, insólito. No es un Jesús inofensivo al que estemos muy habituados; no coincide con el Jesús al que tanto nos gusta recordar, manso y humilde de corazón. Es un Jesús al que más nos vale no acostumbrarnos, del que mejor sería olvidarse. La dureza con la que se expresa en este evangelio refleja muy bien su persona y su pensamiento, la razón de su vida y las exigencias que imponía a quienes le siguieran.
Ese Jesús que quiere incendiar la tierra y dividir familias, no puede parecer exagerado y hasta incómodo, pero no es fingido; no es el que nosotros ciertamente nos inventaríamos, sino el que en verdad existió. ¿Quién dijo que convivir con él iba a ser simplemente caminar a su lado?
Seguimiento:
49. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego a la tierra; y ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!
50. Tengo que pasar por la prueba de un bautismo y estoy angustiado hasta que se cumpla.
51. ¿Creen que he venido a traer paz a la tierra? Pues no, sino división.
52. Porque de ahora en adelante estarán divididos los cinco miembros de una familia, tres contra do y dos contra tres.
53. El padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra con la nuera y la nuera contra la suegra.»
54. Y a la gente se puso a decirle: «Cuando ven levantarse una nube sobre el poniente dicen enseguida: "Va a llover", y así es.
55. Y si sienten soplar el viento del sur, dicen: "Va a hacer calor", y así sucede.
56. Hipócritas, si sabéis discernir el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es que no sabéis discernir el tiempo presente?
57. ¿Por qué no juzgan por ustedes mismos lo que es justo?»
I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice
El texto evangélico tiene dos partes, tan diversas por contenido y destinatarios que son, en realidad, dos breves discursos. En el primero (Lc 12,49-53), Jesús confía a sus discípulos su propia intimidad, les desvela la conciencia que de sí mismo tiene y su misión. En el segundo, (Lc 12,54-57) habla al pueblo y le exhorta a discernir cuanto está sucediendo y sacar sus propias conclusiones.
A los cuantos le siguen, Jesús desvela la pasión interna que lo devora, mientras camina hacia su pasión. Recurre a la imagen del fuego, para aludir a la rápida e irresistible fuerza propagadora que desearía tuviera su misión personal: vino a incendiar la tierra y desearía haber ya acabado la tarea.
Ha de sorprender, por su dureza, la confesión de Jesús a sus discípulos: tiene como misión personal incendiar la tierra; y es su deseo más ferviente que arda cuanto antes. El fuego, elemento de rápida propagación y de fatídica potencia, es una imagen certera de la pasión que lo devora por cumplir la tarea encomendada. Igualmente, el bautismo, prueba por inmersión, es figura de una muerte que le va a sobrevenir.
Mientras la comparación del fuego alude a la misión recibida, la prueba del bautismo indica el precio personal que habrá de pagar. Admite que es muy alto, un bautismo de sangre. Saberlo lo llena de angustia, de la que se librará sólo cuando se cumpla. Él les advierte a cuantos le siguen que no saldrán ilesos: seguir a un ‘apasionado’ crea pasión y división, incluso en el seno de las mejores familias.
Probablemente este trágico anuncio refleje la situación de los primeros cristianos cuya fidelidad a Cristo les impuso rupturas profundas con sus familiares.
Jesús invita a cuantos lo observan, como hombres de campo, hábiles en prevenir lo que ha de venir, a usar esa capacidad para descifrar cuanto está ocurriendo en torno a ellos. Les pide que interpreten lo que sucede en el cielo, ‘leyendo’ las nubes y los vientos; y se preparan para el mañana.
Ellos no captaron el sentido oculto y profundo de lo que estaban viviendo: el paso de Dios en sus vidas. ¿De qué les servirá juzgar si no identifican al justo?
II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a nuestra vida
Subiendo a Jerusalén, Jesús presintió su trágico final y lo dominó el presentimiento de una muerte violenta, su bautismo de sangre, un desenlace que también les tocaría a cuantos lo acompañaba. Predijo su muerte, sí, y anunció a cuantos le seguían que no saldrían libres.
Sabían e que había venido para que el juicio de Dios, el fuego y la división, se realizara y anhelaba que se cumpliera cuanto antes, aunque no escondía que tendría que pagar un alto precio. Como fue inevitable la intervención divina, también lo fue la reacción del hombre.
Lo invadió la angustia, y esta con las consecuencias de la opción que habría de tomar, subrayando la gravedad del momento y dramatizando su implicación personal. Hasta las relaciones humanas más profundas quedaron marcadas por la decisión frente a su persona: entre los más amados surgirá división y ruptura.
No se puede ser neutral, y lo sabemos. Solidarizarse con Jesús nos impone asumir su destino. Nos maravilla la claridad con la que Jesús predice su fin y la determinación y sus prisas por afrontarlo.
Jesús intimó con sus discípulos; les reveló la misión que guiaba su vida y los deseos que tenía de cumplirla. Quienes le estaban cerca, conocieron su secreto, su pasión. Jesús sigue confiando a sus seguidores sus convicciones más íntimas;
El recompensa la cercanía con sus confidencias, concede mayor familiaridad a quien mejor le sigue. Si intentáramos comprender a Jesús, si entráramos en su radicalismo, quedaríamos, más que cautivados por su personalidad y entenderíamos mejor sus palabras.
Estaba Jesús de viaje hacia Jerusalén; presentía lo que venía; su trágico final no aminoró su valor, sino lo acrecentó; no le preocupó que le pudieran quitar la vida, estaba deseoso de entregarla. Vino con una misión y estaba ansioso por realizarla. Veía el peligro y no medía sus consecuencias; confesó su angustia hasta que todo se cumpliera; sufrió , pero ni el temido final ni su lógica ansiedad le separaron de su misión. Consciente de sus miedos, hizo lo que Dios esperaba que hiciera: Llegó a Jerusalén a encontrarse con su destino.
Jesús no tuvo otra tarea en su vida que dar a conocer a su Dios y acercarlo a todos los que le necesitaban, empezando por los más alejados o desvalidos. Tan urgente era la misión que no toleraba dilaciones ni excusas; tan importante, que no se permitió compartirla con ninguna otra; tan necesaria, que se dedicó por entero a ella.
No nos tiene que parecer extraño que para quien sólo Dios y su Reino eran una buena tarea, no alimentara otros sueños ni soportara otras cosas qué hacer. ¿No es verdad que quien arde de pasión, desea prender el mundo? Si nos comparáramos con ese Cristo, los cristianos hoy nos veríamos mediocres.
Nos hemos convencido de que somos buenos cristianos, porque según nosotros no somos malos. Queremos que Dios siempre nos conceda más y por eso nuestra relación con Él no logra calmarnos ni nos satisface del todo; siempre le regateamos lo que le damos y cualquier cosa que nos pide, nos parece irrenunciable. Vivimos sin pasión por Dios, pero ello no nos libra de las pasiones. Tenemos que parecernos a Jesús. Si damos con su secreto, ¿quién nos negará que podríamos seguir su ejemplo? Tan radical y desinteresado, hombre de una sola pasión; nacido de Dios, vivió para Dios.
Jesús es ejemplo de que se puede ser feliz haciendo el querer de Dios y penar cuando éste no se cumple. Quien le sigue, compartirá su celo: la pasión de su Señor terminará por salpicar su vida. El mismo Jesús lo anunció a cuantos con Él iban hacia Jerusalén. Él manifestó su decisión incondicional de estar con Dios y a favor de su Reino. Es comprensible que no soportara indiferencia o tardanzas en cuantos le querían seguir. No podía haber paz para quienes vivieran apasionados y veían que no se compartía su pasión.
Vivir junto al fuego, quema. Y Jesús quiere ser fuego que incendia, pasión que se extienda. Al hacérselo saber a sus compañeros, Jesús los ha advertido: si acepta que no sientan todavía su mismo celo por Dios, no quiere que le sigan sin sentirse obligados a tenerlo; si soporta mediocres a su lado, es porque confía en que su convivencia los cambiará y espera que prenda en ellos el fuego de su pasión por Dios. Ve inevitable la desunión en las familias de los suyos; más aún, ha venido precisamente a sembrarla. Lo inaudito de su misión queda de manifiesto al situar la discordia en el seno de las propias familias.
Pasión por Dios crea celos y separaciones en el hogar, entre las personas más queridas. Quien no comparte sus sentimientos por Dios no es digno de sus sentimientos. No hay hogar para Jesús, ni deben encontrarlo quienes le siguen, donde no haya celo por Dios. La familia en tiempos de Jesús era el núcleo social más importante, cuando no prácticamente el único, donde el individuo recibía todo cuanto necesitaba para vivir; separarse de ella, suponía además de marginación en la sociedad, una existencia sumamente precaria y algo sospechosa. No le preocupaba demasiado a Jesús que los suyos perdieran sus familias, si encontraban a Dios.
La vida familiar era para Jesús lo más santo de las realidades no sagradas, la menos renunciable de entre las irrenunciables. Poniéndola como ejemplo, quiere que entendamos que nada en la vida, por bueno que sea, es digno de separarnos de Dios; ningún amor, ninguna persona, que podamos amar o que nos ame no puede merecer más atención que Dios.
La pasión por Dios no será compartida con otras pasiones, por legítimas que sean. Cuando Dios entra en la vida de alguien, deja como huella la separación y el distanciamiento: quien se ha enamorado de Dios, no tiene tiempo ni ganas para cultivar otros amores.
Jesús es exigente con quienes le seguimos. Hoy nos repite su advertencia: si no queremos perderle, si no nos queremos perder, compartamos con Él su amor por Dios y por los hermanos. Si Dios nos importara como a le importó a Él, dejarán de importarnos muchas cosas. Seguir a Jesús, el hombre que vivió la pasión hasta sus últimas consecuencias nos hará dejar muchos apegos, personas, situaciones que nos impiden dedicarnos a Él y a los suyo.
El discípulo debe saber que quien opta por Jesús se ha de separar, y no raramente con violencia, de sus seres queridos. Quien renunció a su familia para predicar el Reino de Dios no consiente ser detenido por los lazos familiares.
La pasión de Jesús por Dios y su Reino no permite medianías. ¿No será mejor vivir afectado por Jesús apasionado que andar en búsqueda de pasatiempo y diversiones que agrandan nuestro vacío interior?
De qué nos sirve predecir la lluvia que viene o el inminente calor, si luego no logramos intuir lo que Dios está produciendo en nuestro interior ni a nuestro alrededor. ¿De qué nos sirve indagar lo que va a pasar, si no logramos reconocer lo que nos está pasando?
No nos ayuda prevenir el futuro si no se ilumina nuestro presente. Mientras Jesús esté empeñado en que “arda la tierra”, no se puede uno dedicar a predecir cómo estará el tiempo mañana. Es posible que estemos perdiendo lo mejor, Dios y su Reino, preocupándonos por lo venidero, por las nubes y por el sol.
III. ORAMOS nuestra vida desde este texto
Padre Dios, haznos vivir la pasión que vivió Cristo Jesús por la extensión de tu Reino. Remueve nuestro yo más profundo. Ve aquello que hay en nuestro interior y saca de nuestras cenizas nuevamente el fuego que necesita este mundo para encontrarle sentido a la vida, para hacer posible el amor a Ti, y a nuestros hermanos. Danos la fuerza para atraer, para convocar, para animar, que nadie se vaya de nosotros sin sentirte vivo y presente. Danos valor para que donde haya frialdad, resistencia y aversión llevemos la llama de tu amor y nos apasione tu Reino cada día más. ¡Así sea!
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