15 settembre 2013

LECTIO DIVINA, Dom XXIII, Ciclo ‘C’ (Lc 15, 1-32)

Juan José Bartolomé, sdb

Resultaba incomprensible para los bienpensantes de su tiempo que Jesús frecuentara pecadores y comiera con publicanos. Y no les faltaba razón. Quienes, por profesión o por mala vida, vivían situaciones ‘impuras’, alejados de Dios, no eran compañía adecuada para un hombre de Dios. Para escándalo de ‘los buenos’, Jesús no sólo no evitaba a los malos, es que, además, convivía con ellos.
Poderosas razones tenía que tener para atreverse a trasgredir las normas sociales imperantes y herir con ello la sensibilidad de los más piadosos. Y en verdad que las tenía. Las expuso en uno de los discursos más logrados de todo NT. En él legitima su extraño proceder escudándose que lo que hacía era la voluntad de Dios. Defendiéndose del reproche, desconcierta aún más a sus ya sorprendidos acusadores, al alegar que, en realidad, no está haciendo otra cosa que lo que el mismo Dios quiere. Su comportamiento es copia del comportamiento de Dios; convive con quienes Dios quiere convivir, frecuenta a los que Dios quisiera aproximarse. La razón, la inspiración, de su actuación con los pecadores es el mismo Dios.

SEGUIMIENTO:
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle.
Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola:
«Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra?
Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento;
y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido."
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra?
Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: alégrense
he encontrado la moneda que se me habla perdido. "
Les digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.»
También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna." El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos.
Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba comer.
Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre.
Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti;
ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo."
Pero el padre dijo a sus criados: "Saquen en seguida el mejor traje y vestidlo; pónganle un anillo en mano y sandalias en los pies;
Traigan el ternero cebado y mátenlo; celebramos un banquete,
porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado." Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile,
y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud."
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos;
y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tu bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado."
El padre le dijo: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo:
deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."»

I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en cómo lo dice

Lucas ha creado un escenario en el que coloca tres parábolas agrupadas en torno a un mismo tema. El conjunto es un texto de notable factura literaria, que narra sucesos de la vida de sus oyentes, lleno de matices y con un mensaje único: la alegría que Dios siente al perdonarnos.
El contexto narrativo es breve (Lc 15,1-2). Y hace del comportamiento habitual de Jesús lo que fue un episodio. Jesús se hacía escuchar y se dejaba acompañar por personas de escasa y mala, reputación. Una conducta que, escandalizaba a ‘los buenos’: “dime con quién andas y te diré quién eres”.
La respuesta de Jesús no es, en rigor, una réplica directa. Es todo un discurso, construido con parábolas. Da razón de su actitud narrando tres historias. Le importa que le enciendan por qué es así. Pero no se justifica a sí mismo. Habla, más bien, y bajo el ropaje velado de la imagen, de Dios y de sus preferencias. Implícito queda dicho que Jesús, conviviendo con pecadores, no hace más que lo que Dios quiere, acercarse a ellos y, si le es posible – en el tercer ejemplo no lo fue – goza perdonándolos.
Las dos primeras parábolas, simétricas, presentan rápidamente dos casos de extravío de la vida real: el de un pastor que pierde una de sus (cien) ovejas (Lc 15,3-7), la mujer extravía una de sus (diez) monedas (Lc 15,8-10). La pérdida ocasiona la búsqueda ansiosa. La recuperación no sólo restituye lo extraviado, sino que llena de alegría a quien reencuentra lo que creía haber perdido. Como esa alegría, tan humana, es la alegría de Dios y de todo el que le acompañe (en el cielo, sus ángeles).
La tercera parábola, mucho más desarrollada, tiene como protagonista a un padre que tenía dos hijos, muy diferentes, por cierto (Lc 15,11-32). El primero empobrece al padre privándole de su patrimonio y de su cercanía; lejos del padre derrocha sus haberes y su vida. Hambriento y temiendo la muerte, entra en sí mismo y recupera, aún en la lejanía, a su padre. Y se dice a sí mismo lo que va a decir a su padre, cuando se encuentre con él. El padre no le dejará hablar; le basta con tenerle de nuevo para hacer una fiesta y muy grande (Lc 15,11-24).
El hijo mayor siempre estuvo en casa, trabajando para su padre; jamás se sintió libre, ni hijo, pues trabajaba como un siervo. No pudo gozar la fiesta por el hermano, ni entender las razones de su padre (Lc 15,25-32). No sabemos – no lo dice el narrador – si entró en la fiesta, si aceptó al consumado malhechor como hermano recién llegado, si compartió con su padre la alegría de verlo de regreso. No fue el hijo que abandonó al padre, sino aquel que siempre le había servido, quien al final cuestionó la vida de familia y las ganas del padre de hacer fiesta

II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a nuestra vida

Jesús explica su sospechoso comportamiento con parábolas: no rehúye malas compañías porque quiere el bien del pecador, su perdón, y el gozo de Dios. El pastor, la mujer y el padre sienten la pérdida de lo que les pertenece y la alegría al recuperarlo. No va a ser menor la alegría de Dios: ¡curioso ese Dios de Jesús que puede sentir la pérdida de algo que le es suyo, que sufre de ansia mientras lo busca y que encuentra la alegría cuando ve otra vez lo que había perdido. En el pecador que vuelve a Él, Dios recobra la alegría. Quien vuelve a casa devuelve la alegría a su hogar, como el hijo que iba en búsqueda de un patrón y se encontró con un padre pronto al afecto y a la fiesta. ¡Qué manera tiene Dios de alegrarse! Quien abandonó a Dios, o simplemente lo perdió de vista, volviendo a Él puede devolverle el gozo.
Si nosotros, como como Jesús, nos afanamos porque Dios recupere a los que se habían alejado de su presencia, contribuiremos a que Él se mantenga alegre. Así es Dios y la alegría de Dios vale más que cualquier crítica de los que ven la vida de manera muy diferente a como Él la ve. Difícilmente podemos entender a Jesús, si lo pensamos solo y siempre con los buenos. Él quiso que gente, poco recomendable le acompañara en público y en privado.
A cuántos nos irrita que Jesús prefiera a los que no logran ser buenos, como somos nosotros. Se nos hace increíble que personas de dudosa reputación consigan más fácilmente los favores de Dios y que quienes fatigamos por ser buenos no los tengamos. ¿Cómo es posible que Dios se lleve mejor con los malos que con los buenos?
Jesús responde contando tres parábolas. El pastor que pierde una oveja entre ciento, la mujer que extravía una moneda de las diez que tenía y el padre que ve marcharse de casa al hijo menor. Los personajes se parecen a Él, que busca y que halla con alegría lo perdido. Si perdemos algo de valor, lo buscamos; ¿es normal que, como el pastor, la mujer y el padre, demos más importancia a lo que perdimos que a lo que conservamos?. ¿Es así como, realmente, se comporta Dios?
El pastor abandonó al rebaño en lugar inseguro, un comportamiento algo imprudente; la mujer dejó el cuidado de su casa, una actitud nada inteligente y el padre vivía como si sólo tuviera el hijo que se le fue de casa, una postura poco justa con el que aún le quedada.
Aunque nos pese y con el riesgo de no entenderle bien, así es nuestro Dios, nos dice Jesús, que se interesa por recuperar lo perdido y no tanto de cuidar lo que de por sí ya tiene; poco le duele abandonar a los suyos para buscar lo que, perteneciéndole, ha perdido; se preocupado más por lo que le falta; se fatiga por recuperar lo que es suyo y no tanto por conservarlo en su poder. No nos hubiéramos imaginado tal manera de ser, - tan insólita como irracional -, si Jesús mismo no nos hubiera revelado que así es Dios.
Jesús no impidió a los malos que le acompañaran, porque desconociera su malicia, la negara o la disculpara, sino porque deseaba darles la oportunidad de hacerlos buenos.
Bien sabía Jesús que la ilusión más grande que puede alimentar Dios está en la conversión del pecador. Como el pastor que, encontrada la oveja, rencuentra su alegría y la comparte con sus amigos; como la mujer que no puede acallar el gozo que le produce el hallazgo de la moneda extraviada y lo celebra con sus vecinas y como el padre que, al regreso del hijo pródigo al hogar, llena su casa de fiesta y música, Dios se alegra por el regreso del pecador. Y por injustificado que nos parezca, la fidelidad de todos los que nunca lo han abandonado no le produce el gozo que le da el regreso del que un día se fue lejos de Él.
Recuperando lo perdido, Dios recupera lo suyo y la alegría. Quien vuelve a Dios, además de restituirle lo que le es debido, le causa una felicidad tan grande que no puede guardársela para sí solo. Es Dios, como el pastor o el ama de casa, quien más sale ganando, cuando halla lo que se le había extraviado: recupera sus bienes y la alegría.
Nos puede parecer una exageración, pero es la verdad. Si damos fe a las palabras de Jesús, Dios se siente feliz, como el padre que acoge al hijo perdido, cuando puede ofrecer de nuevo hogar y bienes a quien, por haberlo abandonado y haberlos desperdiciado, se sabe indigno de ellos. La oveja que se extravió no recibió maltrato alguno del pastor, tras ser encontrada; una vez hallada, la moneda perdida volvió a formar parte del capital de la mujer; vuelto a casa, el hijo pródigo se encontró con el amor del padre y con su empeño de celebrar un banquete.
Según Jesús, la alegría que Dios siente cuando vuelve a Él un solo pecador es siempre superior - y posterior - a la pena que sintió cuando se le perdió. Los justos no causan tanta alegría; mejor, lo alegran, porque antes no le causaron ningún dolor. Pero el pecador, como el hijo que rompió el corazón del padre, al que empobreció abandonándolo, es capaz de alegrar a todo un Dios.
No hay pecado lo suficientemente grave ni falta demasiado vergonzosa que nos impida volver a Dios; regresando a Él, aunque lo hayamos abandonado, le regresamos la alegría, ¿por qué no nos proponemos volver a su casa? ¿Quienes hemos pecado, podríamos soñar con ser causa de la alegría de Dios? Parezca justo o no, quien nunca se fue, no puede devolver la alegría a quien nunca lo perdió. El Dios de Jesús, como el pastor, la mujer, el padre de dos hijos, reencuentra la alegría de vivir cuando encuentran lo que había perdido. ¿No es esta una buena y estupenda, razón dedicar toda una vida buscando la alegría de Dios, haciendo que su hijo, el que se fue, regrese a Él?
Jesús conocía el modo de ser de Dios y la manera de alegrarlo, por eso buscaba a los pecadores para hacerle feliz. Dios recupera sus bienes queridos y su alegría cuando regresa un pecador a Él. Jesús sabía lo que significa para su Padre la conversión del pecador.
¿Por qué no dedicarnos a buscar a los que se han alejado de Dios y de su amistad? Sería una ocupación que merecería la pena, aunque hubiera quien se escandalice.
El discurso de Jesús no acaba bien. No sabemos si el hijo mayor entró en casa y participó en la alegría de Padre. No sabemos si el padre, al final, perdió al hijo que nunca se le había ido. Los (que se creen) ‘buenos’ corren ese peligro: servir a Dios siempre como fieles siervos, no conocer la alegría de estar con él en casa, no reconocer como hermano al hijo del propio padre… Y si no acepta la alegría de recuperar al hermano, acabar por “robarle” a Dios su alegría y su paternidad.

III. ORAMOS nuestra vida desde este texto.

Dios Bueno, queremos ser tu alegría. Queremos que los que se han ido lejos de Ti, regresen y se sientan nuevamente tus hijos. Que haya fiesta en tu casa, que es la nuestra; que colaboremos en la redención; que nos comprometamos para que quienes te han perdido sientan necesidad de buscarte, de estar nuevamente contigo y te llamen otra vez: ¡Padre!, ¡Padre nuestro!
No permitas que nos acostumbremos a estar a tu lado cuando muchos no lo están. Haznos misioneros, como Cristo Jesús, tu Hijo. Llénanos del amor y la fortaleza de tu Espíritu para que favorezcamos la fiesta. Que nos la ganemos y la compartamos trabajando por la conversión de este mundo que es tuyo y por ello, también nuestro. ¡Así sea!


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