por
Sean O' Malley
Arzobispo
de Boston
El
Evangelio de hoy comienza con un doctor de la ley que está tratando de poner a
prueba a Jesús. Él es un experto en leyes, pero siente hostilidad contra Jesús;
parece ansioso por saber qué debe hacer para alcanzar la vida eterna, pero su
verdadera intención es sorprender públicamente a Jesús en algo incorrecto.
Jesús responde a su pregunta con otra: “¿Qué está escrito en la ley?”. Y el
doctor de la ley le contesta cumplidamente, citando el mandamiento más
importante: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.
Jesús
dice: “Has contestado bien. Haz eso y vivirás”. El amor a Dios y el amor al
prójimo son la clave para llevar una vida buena. Y la enseñanza más asombrosa
del Evangelio es precisamente hasta qué punto el amor a Dios y el amor al
prójimo están íntimamente relacionados entre sí. Pero el doctor de la ley queda
un poco avergonzado y por eso formula otra pregunta para parecer
inteligente y sagaz. Y la pregunta es importante: “¿Quién es mi prójimo?” Esta
magnífica pregunta ofrece a Jesús la oportunidad para regalarnos una de las
parábolas más grandes del Nuevo Testamento, la parábola del Buen Samaritano.
En los
tiempos de Jesús el pueblo elegido no utilizaba nunca la expresión “buen
samaritano”. Parecía contradictoria. ¿Cómo podía alguien ser samaritano y al
mismo tiempo bueno? Los samaritanos eran despreciables, extranjeros, heréticos
y excluidos. Y en cambio Jesús muestra que ese extranjero, ese samaritano, se
convierte en el protagonista, en el héroe que salva a uno de los hijos
legítimos de esa tierra, a quien no ayudan sus compatriotas o correligionarios,
sino precisamente un extranjero, un extraño, un samaritano. ¿Quién es mi
prójimo? Jesús ha cambiado los términos de la pregunta pasando del ámbito de la
obligación legal (¿quién merece mi amor?) al ámbito de la donación (¿de quién
puedo yo ser prójimo?). Y de esa manera el despreciable samaritano se convierte
en ejemplo moral.
Jesús
nos está mostrando que el pueblo que pertenece a la comunidad de la alianza de
Dios debe vivir un amor que no se detiene en la amistad o en la cercanía, sino
un amor que tiene un respiro universal y no busca recompensas. La función de
las parábolas puede ser instruir o provocar un shock. Esta parábola se propone
sacudir la imaginación de la gente, para provocar, para desafiar. Los criterios
acostumbrados para determinar el valor de una persona se sustituyen por otros
fundados en una atención desinteresada a las necesidades de los demás,
cualquiera sea el lugar donde uno los encuentre. Hemos venido hoy aquí, al
desierto, para estar próximos y para encontrar a nuestro prójimo en cada una de
las personas que sufren y que arriesgan su vida y a veces la pierden en el
desierto. El Papa Francisco nos alienta para que salgamos a las periferias a
buscar a nuestro prójimo en los lugares de dolor y de oscuridad. Estamos aquí
para descubrir nuestra identidad de hijos de Dios, que a su vez nos hace descubrir
quién es nuestro prójimo, quién es nuestro hermano y nuestra hermana.
Como
nación de inmigrantes debemos sentirnos identificados con estos otros
inmigrantes que tratan de entrar a nuestro país. Los Estados Unidos son una
nación de inmigrantes. Aquí solamente los nativos americanos no han llegado de
alguna otra parte. Entonces la Palabra de Dios hoy nos recuerda que Dios
quiere justicia para el huérfano y la viuda, y que Dios ama al
extranjero, al extraño. Y nos recuerda que nosotros también fuimos extranjeros
en Egipto. Debido a la carestía de la papa y a la opresión política mi gente
llegó aquí desde Irlanda. Miles y miles de personas morían de hambre. En los
barcos-cementerio que transportaban a los inmigrantes irlandeses, un tercio de
los pasajeros morían de hambre. Los tiburones seguían los barcos esperando
devorar los cuerpos que “sepultaban” en el mar. Sospecho que solamente los
africanos que traían como esclavos en barcos tuvieron un viaje peor. Frank
McCourt escribió un libro titulado The
Irish and how they got that way. En una escena los inmigrantes irlandeses
recuerdan: “Hemos venido a América porque pensábamos que las calles estaban
empedradas en oro. Cuando llegamos descubrimos que las calles no sólo no
estaban empedradas en oro, sino que ni siquiera estaban empedradas; y también
descubrimos que nosotros éramos los que debían empedrarlas”.
El
trabajo duro y el sacrificio de tantos inmigrantes es el secreto del éxito de
este país. A pesar de la xenofobia que proclama una parte de la población, nuestros
inmigrantes contribuyeron poderosamente a la economía y al bienestar de los
Estados Unidos. Aquí, al desierto de Arizona, hemos venido a llorar los
innumerables inmigrantes que arriesgan su vida en manos de los coyotes (los
traficantes de personas, ndr) y de las fuerzas de la naturaleza, para
venir a Estados Unidos. Todos los años aparecen 400 cadáveres aquí en la
frontera, cuerpos de hombres, mujeres y niños que trataban de entrar a Estados
Unidos. Y éstos son sólo los cuerpos que se han encontrado. Desde que cruzar la
frontera se volvió cada vez más difícil, esta gente empezó a afrontar mayores
riesgos y mueren más personas.
El año
pasado aproximadamente 25 mil niños, la mayoría de Centroamérica, llegaron a
Estados Unidos sin estar acompañados por algún adulto. Decenas de miles de
familias han quedado divididas por la legislación migratoria. Más de 10
millones de inmigrantes sin documentación están expuestos a la explotación y la
imposibilidad de acceder a los servicios humanos esenciales, y viven constantemente
acosados por el miedo. Contribuyen a nuestra economía con su duro trabajo, a
menudo contribuyen con millone de dólares anuales a los fondos previsionales y
los programas de asistencia sanitaria de los que nunca se verán beneficiados
(…).
Nuestro
país ha obtenido beneficios de muchos grupos que tuvieron el coraje y la fuerza
de venir a América. Vinieron huyendo de condiciones terribles y trayendo
consigo el sueño de una vida mejor para sus hijos. Entre ellos había algunos de
los más industriosos, ambiciosos y emprendedores ciudadanos de sus propios
países y aportaron enormes energías y buena voluntad a su nuevo país. Su
trabajo duro y sus sacrificios hicieron grande esta nación. Muchas veces estos
inmigrantes tuvieron que hacer frente a las sospechas y a la discriminación. De
los irlandeses se decía “no necesitan pedir”; nuestra etnia y nuestra religión
nos hacían indeseables. Pero lo mejor de América no es el espíritu santurrón y
xenófobo de los “Know Nothings”, sino la generosa bienvenida del Nuevo Coloso,
la mujer poderosa con una Torah en la mano, la Estatua de la Libertad, la Madre
de los exiliados que proclama ante el mundo: “¡Guardaos tierras antiguas,
vuestra pompa legendaria! (…) Dadme vuestros hijos exhaustos, vuestros pobres,
vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad, el desamparado desecho
de vuestras atiborradas playas. Enviadme a los desposeídos, azotados por
la tempestad. Yo levanto mi antorcha para iluminar la puerta dorada”. (Emma
Lazarus).
Vigilemos
para que esta antorcha siga ardiendo luminosa.
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