Juan José Bartolomé, sdb
La Palabra de Dios nos recuerda el encuentro de Jesús con una mujer que era conocida como ‘pecadora’.
Dios no se escandaliza del pecado de los hombres, como tampoco se escandalizó Jesús al estar ante ella. No es típico de Dios sorprenderse ante el pecado de los hombres: Él lo perdona y lo hace divinamente. Sin embargo, cuántos de nosotros vivimos como si no tuviéramos pecado alguno; nos escandalizamos – y mucho – de los pecados ajenos. Como el fariseo preferimos verlos para no ver los nuestros.
Nos disculpamos con mucha facilidad; no nos consideramos demasiado malos, pero si vemos el mal que hay en los demás. La Palabra de Dios quiere advertirnos lo mucho que perdemos cuando no somos conscientes del pecado personal y social.
Seguimiento:
7, 36. En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se sentó a la mesa.
37. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume
38. y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a lavarle los pies con sus lágrimas, se los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
39. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si Él fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora.»
40. Jesús tomó la palabra y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.»
41. Él respondió: «Dímelo, maestro.» Jesús le dijo: «Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta.
42. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?»
43. Simón contestó: «Supongo que aquel a quien le perdonó más.» Jesús le dijo: «Has juzgado rectamente.»
44. Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: « ¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo.
45. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies.
46. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume.
47. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama.»
48. Y a ella le dijo: «Tus pecados están perdonados.»
49. Los demás convidados empezaron a decir entre sí: « ¿Quién es éste, que hasta pecados perdona?»
50. Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.»
8,1. Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban sus Doce discípulos
2. y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios;
3. Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.
I. Lectura: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice.
El relato de la unción de Jesús en casa del fariseo, aunque cuenta con paralelos en la tradición evangélica (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13; Jn 12,1-8), es típicamente lucano.
El evangelista lo narra inmediatamente después del reproche que le hicieron de tener amistad con los pecadores y de comer con ellos (Lc 7,34).
El episodio ratifica así su predilección por los pecadores y, al mismo tiempo, la justifica: convive con pecadores para que los pecadores vuelvan a Dios; no los rehúye porque busca perdonarlos.
Abre aceptando la invitación a comer con un fariseo; es un hecho insólito en la vida de Jesús, no porque sea inhabitual que Él participe en banquetes, sino porque éste lo preparó un fariseo.
Se cierra con otra anotación también inusual: la ‘compañía’ del Jesús predicador del reino y sanador de enfermos incluye a muchas mujeres que financiaban su peregrinar de ciudad en ciudad. Más sorprendente aún será el comportamiento de Jesús, que se hace protagonista único en casa ajena.
La narración es el acta notarial de un diálogo mantenido, en el que Jesús tiene siempre la iniciativa. Simón no entiende ni la actuación desmedida de la pecadora, ni mucho menos la actitud de Jesús. A esa objeción no manifiesta, Jesús responde indirectamente, con una parábola.
Simón tendrá que dar una solución y la da: Quien más ha sido perdonado mejor amante será. Jesús no pierde tiempo y aplica lo aprendido por Simón a su propia situación: no es capaz de amar tanto como la pecadora, porque pensaba no necesitar del perdón.
Jesús interpreta la inesperada y exagerada hospitalidad que le brinda quien lo invitó. Un gran acto de amor; y cuanto mayor es el amor, mayor es también el perdón concedido.
Para Jesús fue decisivo el amor. No pone en duda la identidad de la mujer: es pecadora pública y así proclama el perdón que se gana amando.
Quienes no creían necesitar del perdón, creyéndose justos, se escandalizaron de su proceder. No les faltaban razones, porque sólo Dios puede perdonar.
Jesús no discute las opiniones de quienes la acusaban. Ve en la manera de portarse de la mujer pecadora la fe que tenía en Él: un amor que acoge a Jesús con gratuidad y sin medida merece su perdón y la paz.
No basta con invitar a Jesús a compartir nuestra mesa; habrá que derrochar nuestros bienes para mantenerlo con nosotros. Y nuestro pecado, más que obstáculo, será motivo del encuentro con Él, que al verse amado, sigue derrochando perdón, el que tanto necesitamos.
II. Meditación: aplicar lo que dice el texto a la vida
La escena está centrada en el perdón que recibe una mujer pecadora, perdón que ella no pidió. El encuentro entre Jesús y ella fue casual, pero tuvo felices resultados: necesitaba el perdón y lo obtuvo. Jesús no fue a su encuentro; fue ella quien lo buscó.
El fariseo y la pecadora se identifican por su diversa – y contrastante – postura ante Jesús. Simón, aunque lo invitó a su casa, pero receló de Él; la mujer, sin haber sido invitada, se portó como la anfitriona.
El hecho ejemplariza dos formas de ‘tener’ a Jesús: rogándole que venga a visitarnos o agasajándolo dondequiera que se encuentre.
Lucas quiere que comprendamos qué importante es ir con Jesús: tenerlo en casa como invitado no fue motivo suficiente para conseguir la salvación. No bastó con darle hospitalidad, Lo importante fue la confianza y el cariño con el que lo trató la mujer adúltera. Ella alcanzó su perdón reconociéndose pecadora y, sobre todo, demostrándole su amor en concreto; usó su imaginación y fue atrevida; le brindó lo que otros le negaron: su confianza.
Quien más se siente perdonado más podrá amar. El amor que nace del perdón es fe que salva. Jesús no se pone a discutir sobre su poder con quienes dudan de Él. Lo ofrece a quien se le da pruebas de su amor hacia Él.
Los 'buenos' siguen perdiéndose en sus dudas 'teológicas' y pierden la oportunidad de saberse perdonados y, por tanto, de sentirse amados por Jesús. Los que saben que por su pecado han perdido a Dios, están conscientes de que lo han perdido todo, pero que con Él lo tendrán todo, nuevamente.
Jesús fue invitado a comer a la casa del fariseo; se encontró con dos personas muy diferentes: una que se creía justa y otra que sabía que era pecadora. Jesús deja que cada una se comporte como mejor le parece.
La mujer conoce su pecado – un pecado que era público – se siente en deuda con Jesús, se deshace por atenderlo, sin importarle lo que pueden pensar los demás. Acude a Jesús, precisamente porque sabe que no es buena y quiere que Él la ayude a cambiar. El fariseo se aparta de ella, para evitar un contacto que cree le puede perjudicar. La manera de actuar de ambos fue muy diferente. Simón lo invitó, pero realmente no quería a Jesús ni esperaba nada de Él; la mujer, en cambio, conocía su pecado y no duda en darle lo mejor que tenía; se lo dio gratuitamente, sin pedir nada a cambio.
Jesús les narró una parábola, para que la moraleja, que era fácil de entender le dijera a Simón y a quienes estaban con él que importante es amar.
Es muy útil examinar con cuál de los dos personajes nos identificamos. Jesús con esta parábola nos ayuda a darnos cuenta qué insensibles somos a su amor y cuánto nos cuesta confesar nuestro pecado.
¿Nos parecemos tanto al fariseo? ¿A la pecadora? ¡Ojalá que el evangelio nos devuelva el sentido del pecado! No olvidemos que para amar a Jesús, tenemos que ser conscientes de lo mucho que Él nos ama y nos perdona. Se es capaz de sentirse amado quien se reconoce en su verdad, en su pobreza y en su riqueza…
No es muy inteligente, aunque esté de muy moda, seguir alimentando dudas sobre los propios pecados y sobre la necesidad de perdón. Esta actitud puede llevar a la persona a perder a Dios y quedarse con su pecado.
El fariseo es figura de todos los que creen cumplir con Dios: es el creyente que, por cumplir sólo con la tradición, con lo que se supone debe hacer una buena persona, cree haber cumplido con Dios. Así es siempre fácil sentirse justo: basta con no hacer mal a nadie, sin importarnos si hacemos bien a alguno.
El fariseo es figura del creyente que, por creerse más bueno, se cree en el derecho de juzgar a todos los que no viven como él. Creía que como no era parecido a él, tenía que ser malo. El hombre que se cree mejor condena todo lo que él no hace, todo lo que él no comprende. Ese es el pecado más frecuente de los buenos cristianos.
La mujer, en cambio, es la personificación de todos los que son condenados por lo que hacen, por cómo viven, por ser diferentes, quizá hasta más libres. Si antes no le preocupaba que fuera conocida su vida de pecado, tampoco ahora le importó que fuera pública su prueba de cariño para con Jesús. Ella sabía que necesitaba ser perdonada. Se atrevió a desafiar a los que se creían buenos, para que Jesús la hiciera diferente. Jesús defendió a la pecadora sin negarle al fariseo su situación. ¿De qué va a ser perdonado quien no tiene de qué pedir perdón? Hace falta perderse para ser encontrado: sólo quien conoce su deuda, conocerá la alegría de saberla condonada.
Jesús nos enseña que no somos más felices, porque nos creemos ya buenos: si hemos olvidado que pecamos, que le fallamos tantas veces a Dios y al prójimo, empezando por los nuestros, los más cercanos, no podemos quejarnos de no sentir el amor de Dios sobre nosotros y los nuestros.
Es sintomático que una época que ha perdido el sentido del pecado, esté perdiendo también la capacidad para amar y para sentirse amados.
Nos cuesta creer que Dios nos ama, porque queremos sentirnos libres de Él y no le respondemos por nuestros actos y los de nuestros hermanos. Saberse pecador posibilita el saberse perdonado: el deudor que, conociendo su deuda, sabe que se le ha perdonado, sentirá una gran alegría y gozará de una verdadera libertad.
Si nos creemos ‘buenos nos estamos condenando a la insatisfacción más radical, estamos alejando de nosotros la felicidad, porque nos ilusionamos con no tener necesidad del perdón de Dios.
Quien no vive feliz, no puede permitir que la felicidad sea patrimonio ni suyo ni de los que conviven con él. Si como el fariseo nos creemos mejores que los demás, no podemos comprender que Dios ame al pecador.
Un creyente que vive dudando de su pecado duda también de Dios, porque no puede sentirse amado por Él. De nada nos sirve un Dios que no nos ame más allá de nuestras faltas. Sólo es perdonado quien reconoce que necesita el perdón. Por paradójico que pueda parecernos, sólo es feliz, amado por Dios, quien conoce su pecado y no lo esconde ante Dios ni ante los demás.
III: ORAMOS nuestra vida desde este texto:
Padre Dios, necesitamos sentirte cerca de nosotros. Danos el valor para reconocer nuestros pecados y confesarlos con humildad. Que veamos nuestra impotencia y que creamos en tu amor tan grande y misericordioso. Que busquemos tu perdón sin vergüenza ni disimulo.
Tú conoces bien nuestras faltas y nosotros también, aunque muchas veces las queramos esconder. Hemos cometido el pecado ante Ti y ante nuestros hermanos; sean también ellos testigos de nuestra conversión. Que no nos importe qué puedan pensar, sino que llenos de fe en Ti, gocemos al tenerte con nosotros y ser tus amigos.
Que como esa mujer seamos audaces para demostrarte cuánto te amamos y sobre todo cuánto necesitamos de Ti para compartir el amor que nos das con quienes nos rodean. Te lo pedimos a Ti, que eres Amor y no te cansas de hacernos sentir cuánto nos amas, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. ¡Amén!