30 luglio 2013

LECTIO DIVINA, Dom XVII, Ciclo ‘C’ (Lc 12, 13-21)

Juan José Bartolomé, sdb

En una ocasión, un desconocido buscó apoyo en Jesús para resolver una disputa familiar en torno a su herencia. Esta es una prueba de la autoridad que tenía su predicación y cómo se sentían cuestionados quienes lo escuchaban. El texto nos puede parecer una anécdota sin importancia. Estamos tan acostumbrados a ver cómo se dividen las familias por la herencias que este caso puede ser uno más de los muchos que conocemos. Pareciera lógico que Jesús no se pronunciara en asuntos íntimos, porque nosotros todos los días oímos esas disputas entre hermanos y no nos involucramos. Él no entró en la discusión, pero aprovechó la oportunidad para enseñar a todos sus oyentes cómo se tienen que utilizar los bienes y con qué criterios hay que buscarlos.
No pacificó a la familia, pero si instruyó a sus seguidores. No es que negara justicia a quien se la pedía, pero quiso, más bien, liberara quién le pidió apoyo de la fiebre de poseer. Decisivo no es aumentar los bienes que se tienen en la vida, sino mantener la vida que se ha recibido para compartir los bienes que Dios nos da, buscando siempre el bien de los demás y no la ambición enfermiza que nos hace caer en la injusta distribución que tiene consecuencias tan negativas.

Seguimiento:
13. En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.»
14. Él le contestó: “Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes?”
15. Y dijo a la gente: «Miren: guárdense de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.»
16. Y les propuso una parábola: «Un hombre rico tuvo una gran cosecha.
17. Y empezó a echar cálculos: "¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”.
18. Y se dijo: "Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha.
19. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida."
20. Pero Dios le dijo: "Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?"
21. Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios”.

I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice

La enseñanza de Jesús, esta vez, no surge de su voluntad sino que está provocada por un litigio entre hermanos. El motivo es una situación de herencia entre hermanos. Uno de ellos acudió a Jesús como si él fuera un ‘juez de paz’ (Lc 12,13), prueba que había ganado autoridad en sus oyentes. Jesús respondió de forma sorprendente: se declaró incompetente para ser árbitro en el conflicto familiar (Lc 12,14) y aprovechó la ocasión para, trascendiendo lo anecdótico, dar una lección a todos sobre los bienes y su uso (Lc 12,15).
No se dirigió sólo a sus discípulos: su magisterio alcanzó a todos los que podemos escuchar su Palabra. También nosotros.
Este texto tiene dos partes: una seria advertencia sobre el ansia de poseer bienes que acaban posesionándose del que los tiene (Lc 12,15) y una parábola como explicación y fundamento (Lc 12,16-21).
El dicho, lacónico y claro, avisa contra el deseo desordenado de poseer y da la razón: Los bienes poseídos en vida no aseguran la posesión de la vida. Y sin vida, ¿qué bien se sostiene?
La parábola recrea una situación que ilumina lo dicho y desarrolla así la enseñanza de Jesús: el terrateniente actúa sabiamente, pues prevé una buena
cosecha. Pero no piensa más que en tener más. Más que disponer de bienes, sus bienes ‘disponen’ de él; no sabe que por mucho que posea y más que sueñe en poseer, no tiene en propiedad su vida; sus bienes, todos perecederos, no le aseguran ni un día más de vida. Podrá ensanchar cuanto quiera sus depósitos, pero no alargará ni un día su vida. No es que tenga ya mucho, es que siempre le parecerá poco y querrá más. No cae en la cuenta que lo que tiene es mayor que cuanto le falta; y no se cuida tanto de lo que ya dispone, por ser grandes sus deseos de poseer más.
Quien no pone su seguridad en Dios, no podrá asegurar sus bienes ni una noche siquiera, porque nadie, ni él mismo, le puede asegurar la vida. Su necedad sería mayor que sus graneros: no ha de llenar nuestra vida cuanto aún no se posee. Una vida consagrada a conservar y amasar bienes para sí es frágil.
Dejarse poseer por lo que puede uno tener el día de mañana, lleva a perder lo que desde siempre se tuvo, a Dios y sus bienes.
El bien no es lo que nos falta, sino lo que Dios estaría dispuesto a concedernos si Él fuera nuestro único Bien. Frente a un Dios que pretende ser nuestro Bien único no puede nacer más que el deseo de tenerle. Y si se le tiene, no se mantienen otros deseos ni otros bienes.

II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida

Jesús se niega a mediar en una disputa entre hermanos no por eludir una decisión controvertida, sino para liberar a su interlocutor de su afán de poseer. No quiere entrar en disputas, porque no desea enjuiciar a nadie; busca que todos se abran a la justicia de Dios. No puede asegurar la propia existencia nadie; no es juicioso perder la vida, la relación con la familia por el hecho de tener, y tener más.
El caso es que, sin buscarla, se le había presentado a Jesús una situación envidiable; pocas veces había sido tan deseada una intervención suya en un asunto que no exigía un milagro. No le pedían a Jesús que mostrara su poder y compasión, sino su juicio e imparcialidad. Solo el que se lo pidieran demostraba ya la aceptación de que gozaba entre el pueblo: era visto como un posible buen mediador entre hermanos. Es sorprendente su negativa. El dijo que ese no era su oficio. Es verdad que, al indicar la inutilidad de luchar por cuanto, siendo bueno, no asegura la propia existencia, da ya una respuesta, indirecta pero eficaz, a los hermanos que litigaban por un legado que, por mucho que valiese, no aseguraba lo más preciado que ya tenían, la propia vida.
Jesús no quiere imponer su pensamiento, dando valor de obligado cumplimiento a su enseñanza. En vez de resolver un caso particular, instruye a sus oyentes. Jesús quiso convencer a todos sobre el precario valor de los bienes materiales; no se contentaba con vencer la resistencia de uno a compartir con su hermano los bienes heredados. Utilizó el caso particular como motivo de una enseñanza universal. Nada que tenga que repartirse, como una herencia, por buena que fuera, merece la pena de una división familiar; nada que pueda perderse, como el legado paterno, por precioso que resulte, compensa la pérdida de la fraternidad. No es lo que ya se tiene, ni lo que se va a alcanzar, sino cuanto se es, lo que bien merece lucha y esfuerzo. Si la vida propia no depende de las propias cosas, de poco sirve desvivirse por tenerlas.
Jesús respondió al hermano que imploraba justicia - ¡sólo justicia!- que mejor es renunciar a los bienes que nos son debidos que perder la vida, y la familia, en el intento de recuperarlos. Jesús no pensaba en ‘restablecer’ la hermandad distribuyendo justicia, quiso, más bien, sanar de raíz el corazón del hombre, patria de su codicia. De hecho, una vez que ha negado a uno su intervención, se dirige a todos pero con ‘otro’ tema: lo que de verdad sana al hombre, y sus relaciones con los demás, no es (ob)tener lo que a uno se le debe, sino renunciar a tener más de cuanto ya posee. No es, pues, cuestión de tener mucho o poco, sino de querer más, sea uno rico o no tanto.
¿De qué nos serviría ganar lo que es nuestro, si no tenemos tiempo para disfrutar de ello? ¿Para qué ser dueños de muchas cosas, si no somos amos de nuestra vida? Y es que, piensa Jesús, si la abundancia de bienes no asegura la sobrevivencia, quien busca justicia por obtenerlos no está seguro de gozarlos.
Es precario fundar la propia existencia en bienes que no pueden garantizarla; tener cosas que pertenecen al hermano no es la mejor manera de mantener la propia vida. Acumular lo que se debe compartir con otros puede que nos haga más ricos, pero ciertamente nos hace menos humanos.
Ni somos mejores por los bienes que tenemos, ni nos hace bien conservar lo que pertenece al hermano. Las cosas que tenemos, las personas con las que convivimos, son buenos en la medida en que sostienen nuestra vida, satisfaciendo las necesidades más urgentes, sean de pan o de amor. No es digno de ser robado a nadie lo que no asegura ni un día nuestra vida. Por muy necesario que sea, ningún bien es tan precioso como la propia vida o la vida del hermano: a todo deberíamos poder renunciar menos a ellas.
La postura de Jesús no ‘toca’ directamente la cantidad de bienes que se tienen, sino la actitud que provoca el tenerlos. Sean muchos o sean escasos, los bienes poseídos alimentan el deseo de poseer más y mejor. Y esa ‘codicia’ suele poner en cuestión la propia vida, bien supremo, porque no hay bien sin ella, bien precioso porque no hay precio que pagar para conseguirla.
Jesús hace ver de raíz la insatisfacción profunda que nos embarga cuando no llegamos a poseer los bienes que ambicionamos, cuando ellos nos poseen a nosotros. Y nos da un criterio para sanarnos de la codicia: ‘valorar la vida como bien gratuito, apreciar lo que tenemos y ‘menos-preciar’ cuanto aún no poseemos; descubrir la vida como don supremo, viendo como pequeños los bienes que nos faltan y reconociendo con alegría lo mucho que ya poseemos. Quien vive sabiendo que al tener la vida, tiene lo mejor, puede vivir muy bien aprovechando lo que ya tiene…
Pero por desgracia no vivimos así. Nos domina el afán por poseer. Vigilamos cuidando lo que hemos obtenido y nos desvelamos por conseguir lo que todavía no hemos logrado tener, y la vida, el momento no lo disfrutamos.. Nos desvivimos hoy por tener mañana de qué vivir y no hemos aprendido a vivir con lo que ya poseemos. Alimentamos nuestra inseguridad acumulando bienes por si acaso, sin darnos cuenta de que no tenemos asegurado el día de mañana, ni siquiera el día de hoy. No son, pues, los bienes que amontonamos en la vida lo que debe darnos confianza y, mucho menos, si en el intento empobrecemos a los demás.
La alegría de vivir que se base en lo que se ha conseguido en la vida no tiene futuro. Escaso es el gozo que nace de la abundancia; los bienes le sobrevivirán a quien puso en ellos su felicidad.
Con esta parábola Jesús quiere ilustrarnos a quienes lo escuchamos; poco nos sirve adueñarnos de muchos bienes si no somos dueños de nuestra vida. Para entender a Jesús hay que caer en la cuenta de que la actuación del rico fue no solo lógica, sino loable. El terrateniente actúa con previsión y diligencia, cuando previendo una buena cosecha, saca las consecuencias: primero, agrandará sus almacenes; después, disfrutará de sus riquezas.
No fue descabellado el pensamiento del dueño de los graneros. Quiso agrandarlos cuando se avecina una buena cosecha. Quería que no se perdiera nada, era un propietario juicioso. Alegrarse por lo que se ve venir, no es alimentar ilusiones vanas. El terrateniente planeó los arreglos por hacer y se alegró de la riqueza que estaba por venir. Era un hombre afortunado y no quiso actuar a la ligera.

III. ORAMOS nuestra vida desde este texto:

Padre Dios, nos esclaviza el ansia de tener, de disponer… ¡Cuánto nos cuesta compartir lo que somos y tenemos! Enséñanos a vivir como vivió tu Hijo. Que al hacer vida el evangelio, instauremos tu Reino entre nosotros.
Que nuestras decisiones nos lleven a Ti y a lo tuyo. Que, como Él sepamos buscar al hermano pobre, al que sufre injusticias y es marginado. Que estemos dispuestos a pagar el desamor de este mundo, siendo más y más hermanos. Que la dinámica del compartir nos haga cristianos de palabra y de obra. ¡Así sea!


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