21 maggio 2014

Lectio Divina 6º. Domingo de Pascua, Ciclo ‘A’ - “No los dejaré desamparados” - Juan 14, 15-21

Seguimos en el ambiente del cenáculo. Los discípulos están conmovidos por el dolor de la separación y se preguntan cómo serán las cosas después de la partida de Jesús. En este contexto, Jesús pronuncia la gran enseñanza que leemos hoy.
La cuestión es importante, porque a veces sucede que también en la relación con Jesús uno puede llegar a tener la percepción de que Él está lejos de nuestras vidas, que lo sentimos poco y lo que es peor, que nos parezca inalcanzable.
En el pasaje de Juan 14,15-21 vemos que Jesús demuestra que como no abandonó a sus discípulos,  tampoco nos abandona: Él siempre estará presente, nos compartirá su vida y como el Padre y Él son uno, también quiere que nosotros vivamos esa unidad con su persona y con su obra, si queremos que esté con nosotros.

¿Cómo podemos lograr esa comunión?

En el núcleo del texto, Jesús anuncia la venida del Espíritu de la Verdad (14,15-17), que estará en perfecta sintonía con Él, tanto que dice: vendremos… anuncia su regreso (14,18-21).
Si observamos de cerca el texto notaremos que están enmarcados los versículos 15 y 21 por la alusión a la práctica del mandato de Jesús. Él  declara que todas las enseñanzas dadas a lo largo del evangelio no se invalidan con su partida, sino todo lo contrario: permanecen válidas para siempre. Se trata de una condición fundamental: sólo quien se atiene a sus mandamientos puede recibir el Espíritu y abrirse al amor de Jesús y del Padre. El amor por Jesús está estrechamente relacionado con la práctica de sus mandamientos.

SEGUIMIENTO
15. Jesús dijo a sus discípulos: “Si me aman cumplirán mis mandamientos.
16. Yo le rogaré al Padre y Él les dará otro Defensor para que esté siempre con ustedes,
17. el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, lo conocen, porque vive con ustedes y está con ustedes.
18. No los dejaré desamparados, volveré.
19.  Dentro de poco el mundo no me verá, pero ustedes me verán y vivirán, porque yo sigo viviendo.
20. Entonces sabrán que yo estoy con mi Padre, y ustedes conmigo y yo con ustedes.
21. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él”.

LEER: entender lo que dice el texto fijándose en cómo lo dice

Estos versículos nos conducen al lugar santo donde Jesús ha celebrado la última cena con sus discípulos: lugar de su revelación, de su gloria, de su enseñanza y de su amor. Nos  sentaremos a la mesa con Jesús. En los comienzos del cap. 14, 1-14 Jesús se había presentado, ofreciéndose como camino al Padre, mientras en estos pocos versículos introduce la promesa del envío del Espíritu Santo, como Consolador, como presencia cierta, pero también con la promesa de la venida del Padre y de Él mismo en lo íntimo de los discípulos, que tienen  fe en Él y guardan sus mandamientos.
Él precisa que quien lo ama es quien cumple sus mandamientos; y que el Espíritu Santo es don de Dios para quien lo ama de verdad y observa su ley.
Jesús promete su venida, su regreso, que está por realizarse en su resurrección; anuncia su desaparición en la pasión, en la muerte, en la sepultura, pero también su reaparición a los discípulos, que lo verán, porque Él es la resurrección y la vida.
El discurso de Jesús pasa del “ustedes”, dicho a los discípulos, a todo el que  quiera seguirlo. Lo que les ha sucedido a ellos nos sucederá a todos los que creamos  en Él. Y aquí Jesús abre para nosotros su relación de amor con el Padre, porque permaneciendo en Cristo, nosotros somos también conocidos y amados por el Padre.
Los personajes de este texto son: el Padre, Jesús, el Espíritu, los discípulos y el mundo.

El Padre.  Su presencia es punto de referencia. “Yo rogaré al Padre”. En contacto particular e íntimo, Jesús se confirma en perfecta comunión con su  Padre; la relación de amor con Él se alimenta y se logra por la oración hecha de noche, de día, en las necesidades, en las peticiones de ayudas, en el dolor, en la prueba más desgarradora. Jesús confesó su relación íntima con su Padre  (Mt 6,9; 11,25; 14,23; 26,39; 27,46; Lc 21,21s; 6,12; 10,21; 22,42; 23,34.46; Jn 11,41s; 17,1). También yo soy hijo del Padre, también yo puedo rezarle. 
El dar es también característica del Padre Él da y se da sin  interrupción, sin medida, sin cálculo,  a todos, y en todo tiempo; el Padre es Amor y el Amor se da a sí mismo, da todo. No le basta habernos dado a Jesús, su Hijo predilecto, sino que nos beneficia ofreciéndonos vida con el Espíritu Santo. ¡El Padre nos ama! (Jn 14,23; 16,27) Y su amor nos hace pasar de la muerte a la vida, de la tristeza del pecado, al gozo de la comunión con Él, de la soledad del odio, a compartir; porque el amor de Dios comporta necesariamente el amor por los hermanos.

El Hijo, Jesús. La figura y la presencia de Jesús emergen con una fuerza y con gran luminosidad. Él aparece primero como el orante, aquél que ora al Padre en nuestro favor; alza las manos en oración por nosotros, así como las alza en ofrenda sobre la cruz. Jesús es aquél que no se va para siempre, que no nos deja huérfanos, sino que vuelve: “Yo volveré”. Si parece ausente, no debo desesperar, sino debo continuar creyendo que Él, verdaderamente, volverá. “¡Sí, vendré pronto!” (Ap 22,20) Volverá y, como ha dicho, nos tomará con Él, para que estemos en donde Él esté (Jn 14,3).
Jesús es el viviente por siempre, el vencedor de la muerte. Él está en el Padre y está en nosotros, con una fuerza omnipotente, que ninguna realidad puede desbaratar. Él está dentro del Padre, pero también dentro de nosotros, habita en nosotros, permanece con nosotros.

El Espíritu Santo. En este pasaje el Espíritu del Señor parece la figura necesaria, que abraza toda cosa: Él une al Padre con el Hijo, lleva el Padre y el Hijo al corazón de los discípulos; crea una unión de amor impagable, unión de ser. Se le llama con el nombre de Paráclito, Defensor o Consolador, aquél que está con nosotros siempre, que no nos deja solos, abandonados ni olvidados; él viene y nos recoge de la dispersión y sopla dentro de nosotros la fuerza para el regreso al Padre, al Amor.
Sólo el Espíritu Santo puede hacer todo esto: es el dedo de la mano de Dios, que aún hoy, escribe sobre el polvo de nuestro corazón las palabras de una alianza nueva, que no podrá ya ser olvidada.
Es el Espíritu de la Verdad, a saber, de Jesús; en Él no hay engaño, no hay mentira, sino la luminosidad cierta de la Palabra del Señor. Él ha construido su morada en nosotros; ha sido enviado y ha realizado el pasaje de estar junto a nosotros. Se ha hecho una sola cosa con nosotros, aceptando esta unión nupcial, esta fusión; él es el bueno, el amigo de los hombres, es el Amor mismo. Por eso se dona así, llenándonos de gozo. ¡Cuidado con entristecerlo, con arrojarlo fuera, sustituyendo su presencia con otras presencias, otras alianzas de amor; moriremos, porque ninguno podrá ya consolarnos en su lugar!
Los discípulos. Las palabras dirigidas a los discípulos de Jesús son las que nos interpelan más de cerca, con mayor fuerza; son para nosotros. Se nos pide un verdadero amor, que sepa transformarse en gestos concretos, en atención a la Palabra y al deseo de aquél al que decimos amar. El amor verificable a través de nuestra observancia de los mandamientos.
El discípulo aparece como aquél que sabe esperar a su Señor, que vuelve; ¿a medianoche, al canto del gallo o ya cuando es de mañana? No importa; Él volverá y por eso es necesario esperarlo, estando preparados. ¿Qué clase de amor es, un amor que no vigila, que no guarda, que no protege? El discípulo es también uno que conoce: se trata de un conocimiento venido de lo alto, que se realiza en el corazón, o sea, en la parte más íntima de nuestro ser y de nuestra personalidad, allá donde nosotros tomamos las decisiones para obrar, allá donde comprendemos la realidad, formulamos los pensamientos, vemos y  amamos.

MEDITAR: Aplico lo que dice el texto a mi vida

Este pasaje se abre y se cierra con las mismas palabras: la proclamación e invitación al amor hacia el Señor. Él ha querido preparar para sus discípulos a un encuentro fuerte con el amor; insiste y repite  sólo ‘el Amor’. Jesús dice: “Si quieres”. Él no obliga. Pero espera la respuesta personal y consciente.
¿Por qué tardar en darle a Jesús nuestra respuesta si Él ha dado todo por nosotros?
¿Comprendo lo importante que es vivir una relación empeñativa y comprometedora con Jesús o me escapo, porque tengo miedo, porque no siento el valor de vivir esa intimidad con Él, con su Padre y con su Espíritu? Yo soy quien va a decidir vivir en comunión con El, y por Él con los tres o quiero la soledad, el aislamiento absurdo que vive quien rompe con Dios y con sus semejantes.
“Si tú me amas; el Padre te dará otro Consolador; tú lo conoces; él mora junto a ti y estará en ti; no te dejaré huérfano, volveré a ti; tú me verás; tú vivirás; tú sabrás que yo estoy en el Padre y tú en mí y yo en ti”. Jesús pronuncia con insistencia un pronombre “ustedes”, referido a sus discípulos, a los de entonces, pero también a los de hoy.
Somos nosotros, cada uno visto y mirado por Él con amor único, personal, irrepetible, que no puede ser malvendido o permutado. Sé que también yo estoy presente en aquel “ustedes”, que parece genérico, pero no lo es. Las volvemos a leer una vez, pero poniendo el “” en lugar de “ustedes” y me dejo alcanzar más directamente; me pongo cara a cara, ojos con ojos con Jesús y dejo que Él me diga todo, llamándome con un “tú” rebosante de amor, con mi nombre, que sólo Él verdaderamente conoce.
Jesús repite dos veces: ¡Guardar los mandamientos! Es una realidad importante, fundamental, porque de ella depende la autenticidad de la relación de amor con el Señor; si  no hay observancia de su ley, no hay amor. El verbo guardar o cuidar aparece muchas veces en el evangelio, Y no se usa como un guardar frío, sino de cuidar, de custodiar, de tener como algo muy apreciado, que significa mucho para quien lo tiene.
¿Qué importancia le doy al amor en mi vida, sé lo que realmente es amar y cómo crecer en mi capacidad para vivir amando a Dios y a mi prójimo?

ORAMOS nuestra vida desde este texto

Padre Dios, quieres que creamos en Ti, en tu amor, en tu presencia. Tú te nos has dado en plenitud; nada has dejado al olvido, nada de lo que es nuestro. Cada uno podemos decir que somos gracias a Ti, y a Cristo, tu Hijo, con quien vives en perfecta comunión, en el amor que se hace presencia viva, su Espíritu.
Haz que esta comunión contigo le dé sentido a nuestra vida. No podemos cerrar los ojos a la realidad que vivimos, pero si los abrimos a tu promesa, ¿qué nos puede detener para amar y hacer que tu amor crezca cada día más entre nosotros?  


Que demostremos que somos tuyos amando de verdad, como María amó y como han amado los santos, que ya están contigo viviendo para siempre el amor en la eternidad. ¡Así sea!

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